Entre carros, galeones, ollas gigantes y misterios. Un viajero por Chubut, Río Negro y Buenos Aires

El vasco Gregorio Jorajuría fue un  anciano memorioso cuyas tardes valcheteras se poblaban de  recuerdos y de antiguas vivencias. De caminos recorridos cuando aún la Patagonia era una tierra de pioneros, de precarios establecimientos ganaderos, del horizonte marino allá en Península Valdés y de mil jornadas repetidas trabajadas con el tesón de esos hombres anónimos que forjaron las tierras de nuestro Sur.

Siempre me gustaba escuchar sus relatos, teñidos por la emoción de sus recuerdos, en especial aquellos que jalonaron su vida de carrero, de esos que abrieron las huellas con las pesadas ruedas de sus carros y supieron andar el desierto a la intemperie de todos los caminos.

El vasco, en sus charlas atrapantes, me sabía contar de sus andanzas por la Península (así decía él) donde el mar sigue repitiendo su milenario devenir.

Rememora don Gregorio que en ese entonces paraje natal funcionaba uno de los primeros radio telégrafos y también recuerda la existencia de un faro, verdadero guía para las embarcaciones en el océano austral.

Nos enteramos que su padre era propietario de una tropa integrada por tres chatas, como se les llamaba a esos carros que recorrían la estepa desbrozando con sus enormes ruedas los primeros caminos en interminables travesías plenas de aventuras y peripecias.

Contaba que ya de muchacho era conductor de una de las chatas, las cuales solían cargar hasta 5.000 kilos. Realizaban las travesías desde la Península hasta Puerto Madryn y tardaban con buen tiempo hasta cuatro días. Solían llevar los acopios de lanas y frutos del país y retornaban cargadas de mercaderías para los dos negocios de Punta Pirámides, que en aquel entonces eran los más importantes.

Recordaba que a los 18 años abandona los carros y comienza a trabajar como peón de faenas rurales en establecimientos de la región. Su primer trabajo fue en la estancia Bella Vista, hasta que luego de algunos años ya era capataz en varios establecimientos entre los que recuerda las estancias “El Peral”, “Punta Ninfa” y “Los Pinos”. Como un tesoro muestra los amarillentos certificados extendido por los dueños de aquellos emprendimientos.

Luego en otra etapa de su rica vida relata sus andanzas como arriero, llevando grandes cantidades de animales desde Comodoro Rivadavia hasta Villalonga, con aproximadamente dos meses de penurias para llegar a destino, conforme a las vicisitudes del tiempo, de las aguadas o del estado de los caminos.

Es así que en el año 1951 compra su campito propio en el paraje rionegrino de Campana Mahuida: una legua de campo alambrada con 500 ovejas. Escuchamos sus desvelos para mantener la tierra y hacerla producir hasta que cansado por tantas labores a los setenta años decide vender su campo y radicarse en su casa de Valcheta.

Las anécdotas fueron muchas, entre ellas cuando en el año 1928 la flota realizaba maniobras en la costa patagónica y ve azorado el despliegue de los barcos y con estupor como de unos lanchones bajan marineros y que se dirigen al establecimiento. Pasado el susto comprende que los mismos venían a comprar una provisión de carne para su alimentación.

También entre sus recuerdos lejanos hay un barco llamado “Presidente Roca”, que se incendió en alta mar y, que tratando de llegar a Punta Hércules, fallecen muchos tripulantes.

Menciona también que como conocedor baqueano de la Península, tuvo la suerte de desenterrar entre la arena un cañón histórico traído antaño por los españoles y que se había perdido, encontrándose actualmente en un museo de Buenos Aires.

Como una de sus curiosidades sin respuesta, cuenta que en la costa patagónica había enclavada en grandes bases cemento unas enormes ollas de hierro separadas unas de otras por unos 15 a 20 metros, unidas las asas por grandes cadenas de hierro, siendo el interior como de bronce, con una capacidad aproximada a los 1.000 litros, pero nunca nadie le pudo dar datos sobre su origen y utilidad.

Mi amigo, el Vasco Jorajuría falleció hace varios años, pero su voz como la de Funes el memorioso de Borges me llega desde un viejo grabador. Me supo regalar una antigua lapicera fuente de color gris que aún conservo.

Con los años le escribí mi poema: “Voz de aljibe en la penumbra/ jamás habló por hablar/ quemada leña de jume/ pastor de su soledad.  Hombre de basto saber/ se forjó en el arenal/ viva memoria del pueblo/ prudente como el que más.  Por la Campana Mahuida/ su rancho supo plantar/ don Gregorio se llamaba/ hombre bueno y servicial.  Anduvo por la Península/ como arriero y capataz/ y nunca su parejero/ fue caballo de aflojar.  Para muchos era el Vasco/ un amigo de apreciar/ y nunca tuvo dobleces/ en eso de la amistad.  Supe parar las orejas/ cuando me sabía contar/ experiencias de su vida/ en años de mocedad.  Si conoció una palabra/ esa fue la honestidad/ alguna estrella seguro/ en su lumbre lo tendrá”.

Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

Foto: ilustrativa

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