Río Negro, un cuento para pensar: “Al cumplir 12 años Ceferino se escapó de la escuela”

 

Ceferino Antinao nació el cinco de agosto de 1925, en el paraje Nueva León a cien kilómetros de Viedma, en el puesto de Leguizamón, donde su mamá Clementina Antinao era criada desde los cinco años, cuando su abuela Clodomira la tuvo que dejar, para irse a trabajar de sirvienta a la casa de los Alzogaray, en el pueblo.

Clementina fue asistida en el parto por la mujer de Leguizamón y doña Tomasa, una comadrona que llegó en carro desde la Bajada de Echandi, en la costa marítima de Río Negro. Hacía frío y estaba escarchillando, Clementina lloró mucho,  pero no por el dolor sino por la muerte del papá de su hijo.

Vladimiro Kurlik (o Kulick, o Kulieck) era un peón de la cantera de donde sacaban material para la construcción del terraplén del ferrocarril y justo un mes antes quedó aplastado por un vagoneta cargada con una tonelada de piedras, en uno de aquellos accidentes típicos de la obra ferroviaria.

Clementina se había enamorado de veras del Vladimiro, que era el primer hombre de su vida y tenía unos ojos azules tan puros que cuando la miraba le hacía sentir vergüenza.

Hasta los seis años Ceferino se crió en la casa de los Leguizamón, entre ovejas, caballos y algún ñandú guacho domesticado como mascota. Era alto, más alto que lo común, con brazos largos y flacos terminados en manotazas enormes.

Un tiempo después, una mañana antes del amanecer, el viejo Leguizamón ató el overo al sulky y cargó una maleta con la poca ropa del chico. Ceferino nunca se pudo olvidar de aquel día de marzo de 1932, porque viajó por primera vez en tren desde la recién inaugurada estación Vintter hasta Viedma. Lo llevaba su madre, que lo abrazaba fuerte y se pasaba un pañuelito por la cara.

Hacía cuatro años que los trenes transitaban dos veces por día por el horizonte, hacia el poniente. Cuando se escuchaba desde lejos el silbato de la locomotora, alertando a las ovejas y a sus pastores para que despejaran las vías, el chico corría hasta la pila de leña y se trepaba para ver pasar la formación. Aquello le parecía como un montón de casas que, tirando humo, se desplazaban sobre la meseta, llenas de misterio. Ese día  de marzo de 1932 Ceferino se trepó al misterio, y ya no pudo bajarse nunca más.

Por la tarde, ya en Viedma, se convirtió en alumno del colegio de los salesianos. “Acá también estudio el santito que tenía tu mismo nombre, vas a ver qué bien te cuidan los curas” le dijo su madre, con el último beso y un montón de recomendaciones.

No la volvió a ver hasta fines de la primavera, ella estaba muy delgada y gris. Para el día de la anunciación de la Virgen el padre Fernández, director del colegio, lo llamó al escritorio para avisarle que era huérfano. “Así que nosotros somos ahora tu única familia y tenés que obedecer en todo”.

Los otros pupilos, no los artesanos como él que tenían que pagarse la manutención haciendo todo tipo de trabajos internos en el colegio, los que tenían padres que los iban a  buscar los fines de semana y pagaban la cuota, le pusieron el apelativo de “indio gringo”, por la mezcla entre piel oscura, ojos azules y el cuerpo de brazos largos.

Una semana después de cumplir los doce años Ceferino se escapó del colegio, cansado de limpiar los baños y cargar leña por las escaleras, harto del castigo de media hora arrodillado sobre porotos que le imponían porque se distraía mirando las calandrias y las palomas volando en el patio y no estaba atento en las clases de religión.

Primero llegó caminando hasta la estación de Viedma, a una legua del centro de la ciudad, y se escondió en un vagón de carga del tren que ya estaba saliendo para el sur. Temblaba de miedo, porque estaba de nuevo arriba del misterio corriendo por la vía. El convoy paró para reponer agua de la locomotora y el chico reconoció la estación en donde aquella primera vez, con su madre y el viejo Leguizamón, habían esperado el tren que lo llevaría al encierro salesiano. Saltó, y con inesperada audacia se presentó en la oficina, para pedir trabajo.

El “indio gringo” aparentaba quince años por su físico morrudo, y el jefe de la cuadrilla del ferrocarril lo tomó como supernumerario, a prueba por 30 días. Había mucho movimiento en el ramal de la trocha angosta entre Vintter y el ingenio azucarero de General Conesa, hacían falta brazos fuertes.

En el verano siguiente Ceferino se sumó en la cosecha de la remolacha, allá en Colonia San Juan. Pero el primero de abril de 1938 le llegó el nombramiento como peón  de la  volante del ramal grande hacia San Antonio. Guardiola el capataz, que conocía su historia, había adulterado la fecha de nacimiento para hacerlo pasar por 16 años.

Antinao, Ceferino, nómina 1224, decía la papeleta que guardó con orgullo en el bolsillo de la campera azul de lona. Ya era empleado de los Ferrocarriles del Estado, en esa línea que en algún punto –quizás por allí cerca- se apoyaba sobre los huesos de su padre, sepultado sin tumba ni cruz por debajo del terraplén.

Ceferino fue ferroviario durante los siguientes 40 años. Siempre como peón catango, de esos que no se rinden nunca ante las heladas, los vientos, las lluvias y los calores fulminantes. Orgulloso de su trabajo, asegurando bien las vías para que las cargas y los pasajeros llegasen siempre a destino.

Vio pasar los trenes con la maquinaria desguazada del ingenio azucarero, que los Patrón Costa de Salta mandaron a cerrar para que la remolacha no compitiese con la caña de azúcar. Festejó con sus compañeros la nacionalización de todos los ferrocarriles, por el general Perón. Revisó personalmente con la zorra de mano los 70 kilómetros de vía bajo su responsabilidad, porque venía el tren especial con Perón y Evita, que iba para Bariloche.

Ceferino nunca se casó, anduvo un tiempo medio entreverado con Julieta, la hija de un comprador de lana que lo ayudaba con las anotaciones y solían quedarse un par de semanas parando en la casa del jefe de estación. El muchacho vivía en la colonia, un montón de piezas para los peones solteros, y en alguna siesta de noviembre la chica se le metió en el catre, fascinada por el pecho ancho del “indio gringo” y la profundidad de sus ojos.

Pero ella quería llevárselo para Patagones, le proponía un trabajo en el almacén de su padre y el manejo de las ovejas que eran parte de la herencia familiar. Demasiados cambios para Ceferino. Julieta se había recibido de maestra, no era mujer para un peón del ferrocarril. Prefirió quedarse allí, en Vintter, ajustando a mazazo limpio los durmientes de la vía.

Después el gobierno del presidente Frondizi clausuró el ramal a Conesa, casi inactivo desde una década antes. Ese mismo año, para mayo cuando se festejaba  el sesquicentenario  de la revolución de 1810, Ceferino hizo su primer y único viaje a Buenos Aires. Cuando volvió trajo un cuadro del obelisco y lo clavó en la pared de su pieza, donde la tierra y las moscas le fueron cambiando el color.

En 1970 llegó la orden de cerrar la estación Vintter, porque ya no había embarques de hacienda ni otro movimiento de cargas y los escasos pasajeros se podían trasladar por la flamante ruta pavimentada hasta Viedma.

Ceferino consiguió autorización para quedarse en la antigua vivienda del jefe, como cuidador de la zorra y otras herramientas de la volante. Además tenía en el terreno unas gallinas y una pequeña huerta para su subsistencia, el Ferrocarril le otorgó una pensión mínima.

Un nieto del viejo Leguizamón, que tenía casi su misma edad, lo visitaba una vez a la semana. Lo fue a buscar para invitarlo a su casa, el día que empezaba el Mundial de Fútbol de 1978, pero lo encontró muerto arriba de la cama. El médico de la policía extendió el certificado por paro cardiorrespiratorio no traumático. Nadie reclamó el cuerpo y aquel amigo le fabricó un cajón de tablas de álamo y lo enterró en el campo, muy cerca de la vieja casa en donde había nacido casi 53 años antes. Con dos palos de chañar armó una cruz y la puso mirando para el lado de la vía del ferrocarril, en el mismo lugar donde mucho tiempo atrás estuvo la pila de leña.

Este relato de Carlos Espinosa, periodista de Patagones y Viedma, fue finalista provincial, representando a la zona Sur, en la categoría “adultos mayores” de la reciente edición de los Juegos Bonaerenses realizada en Mar del Plata.  Publicado en APP, Viedma.

Título original de la nota: Antinao Ceferino, un cuento de Carlos Espinosa

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