Crónica de un viaje por la Región Sur. No es raro ver el airoso paso del Tren Patagónico

 

Viajar por la Región Sur de Río Negro es una experiencia inolvidable donde la estepa patagónica se muestra en todo su esplendor. No es raro observar guanacos y chulengos, choiques, alguna tortuga que cruza la ruta, una mara escapando rauda en la misma dirección de nuestro vehículo, el vuelo pesado de una avutarda, una lechuza oteando desde un poetan o alambrado y especialmente un ñanco, al cual hay que respetar interpretando que nos quiere decir si nos muestra su pecho blanco.

En la Región Sur todo es lejanía. Al Sur la altitud azulada de la gran meseta de Somuncurá y al Norte la desértica e inhóspita depresión del gran Bajo de Gualicho, donde reina la Salamanca y la blanca extensión de la salina hace de parrilla en la canícula de los veranos.

Los pobladores si van para Bariloche dicen que van para arriba y si van a Viedma que van para abajo. Y su razón vale más que todas las sapiencias de los entendidos, porque se grafica mejor hasta las distancias y solamente miden el espacio en leguas.

En la Línea Sur o mejor dicho la Línea del Estado (así debería llamarse) cada pueblo y cada paraje cuenta una historia distinta, donde las viejas leyendas se confunden con la realidad cotidiana. Son como cuentas de un rosario que se fueron enhebrando por el hilo conductor de las vías férreas y ruta nacional 23.

No es raro ver el airoso paso del tren patagónico o de algún micro de media distancia. Los postes de alta tensión parecieran hablar con su zumbido constante y el viento achaparra las plantas a su antojo.

Desde Percy Scott nos saludan las loradas. En Aguada Cecilio el cerrito Amarillo atrae todas las miradas. Más adelante, el cerro Sombrero (que George Claraz denominó Bonete) nos mira pasar con mucha atención.

Y al llegar a Valcheta el valle se muestra en todo su esplendor mientras las aguas de su viejo arroyo mesetario nos deja saludos de la mojarrita desnuda. Está el Museo Provincial con huevos prehistóricos y muchas piezas de incalculable valor, los locales artesanales y en especial el bosque petrificado más septentrional del país.

En el paraje de Nahuel Niyeu (allí nació mi madre) no veremos ningún tigre bebiendo, pero los pobladores nos contarán historias de luces malas y de fantasmas que nos meterán miedo. Pero para descansar en el Bajo estarán las cabañas de Tunquelén, un lugar de solaz con manantiales y hasta pinturas rupestres.

Ramos Mexía (en realidad Corral Chico) aparece en una elevada loma. Sus pobladores están orgullosos por considerarse el centro geográfico y energético del país. Hay vestigios de asentamientos del pueblo tehuelche.

Más adelante nos recibe la pintoresca localidad de Sierra Colorada, momento propicio para hacer un alto en el camino y degustar algún cordero o un chivito de la meseta.

Después en un recodo de la ruta aparece la cálida localidad de Los Menucos: moderna y laboriosa. Allí la piedra laja entona su canción con el mejor de los pentagramas.

Seguidamente un pequeño paraje nos llama la atención: es la Aguada de Guerra, casitas ferroviarias y siempre el viento que para los vecinos es un compañero más.

Maquinchao tiene mucha prosapia y una imprenta netamente ganadera. Sus viejas casas de negocios con sus almacenes de ramos generales sin dignos de visitarse.

En Ingeniero Jacobacci hay que aprovechar para hacer un alto en el camino. Buenos hoteles y hospedajes, restaurantes y son de visita obligada el Museo, la estación de trenes, la biblioteca, pero el mayor interés estará dado por hacer un viaje en la pintoresco Trochita, ese Expreso Patagónico que es una joya de otros tiempos.

Comallo sorprende por sus cerros, por sus arboledas, por estar ordenado donde no debe uno perderse algunos establecimientos para observar la fauna nativa.

En Clemente Onelli a pesar que los inviernos son unos de los más crudos de todo el país, el paisaje patagónico se muestra en toda su majestad.

En Pilcaniyeu y Ñorquincó todo cambia. Se siente la presencia de la cordillera y la cercanía a Dina Huapi y a Bariloche, esa ciudad que es uno de los más grandes atractivos turísticos del mundo.

Si se viaja por la ruta 23 hay que tener los ojos muy abiertos: cada planta, cada aguada, cada piedra tienen vida propia. Árboles petrificados de 60 millones de años, especies únicas en el mundo, pinturas rupestres y hasta huellas de la presencia del hombre de casi trece mil años.A veces cuando dejamos las grandes urbes donde todo agobia es bueno en algún lugar de esta extendida región hacer un alto en la ruta y pararse a escuchar el silencio. Tendrá mucho para decirnos y nos dejará en el alma una gran bonanza.

Texto: Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

 

 

 

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