He visto que algunos vecinos de Patagones y Viedma recuerdan fragmentos del sonado caso Urquiola, cuando un ganadero de la región mantenía encadenado a un joven peón “porque se portaba mal”. Me permito volver a publicar la crónica completa, que escribí tiempo atrás después de una larga investigación en archivos periodísticos de 1927 y 1928. (Ver fotografía en el interior de la nota)
Hace más de 90 años el caso de un menor esclavizado conmovió a Patagones, pero el presunto victimario quedó absuelto / por Carlos Espinosa
Hace más de 90 años, entre fines de 1927 y comienzos de 1928, produjo fuerte
conmoción en la zona la denuncia policial y posterior investigación sobre el
aparente caso de un menor que habría sido tratado como esclavo en un campo
cercano a Carmen de Patagones, atado con una cadena a un árbol a la intemperie
durante varias semanas.
Fue conocido como “el caso Urquiola”, por el apellido del supuesto autor de los
maltratos contra el chico de 14 años, huérfano de padre y madre, de quien era
su ‘guardador’ por resolución del Patronato de la Infancia de Bahía Blanca.
El suceso trascendió al público a través del periódico La Nueva Era, en una
publicación del 24 de diciembre de 1927, con el sugestivo título de “Ante un
hecho insólito todo Patagones se conmueve” y un copete que señalaba: “Un menor
huérfano, de 14 años, se presenta a la policía acusando a su guardador por
malos tratos”.
La nota arrancaba con fuertes consideraciones críticas en torno al episodio,
adelantando la calificación de los presuntos responsables del hecho criminal.
El periodista, seguramente Mario Mateucci, editor del semanario, expresaba que
“de vez en cuando la sociedad ve interrumpida su tranquilidad habitual por la
presencia de fenómenos morales que por fortuna no se manifiestan sino en casos
aislados y excepcionales”.
Después, con aires de seudo-psicología, agregaba que “dentro de esa abigarrada
ola de cabezas humanas que se mueve entre los límites del perfecto equilibrio
psicológico y la alteración, suelen con efecto destacarse tipos morbosos que
presentan los síntomas degenerativos de la especie”.
Tras otras consideraciones disparatadas del mismo tenor (como“brújulas temibles
sus cerebros no conciben más que pensamientos inciertos”) el articulista
entraba en la descripción de los hechos, a partir del momento en que la
supuesta víctima, identificada como Roberto Rodríguez, llegara a la comisaría
de Patagones acompañada por el vecino Andrés Vidart.
Según la crónica, el mencionado joven había llegado primero al campo de Vidart,
, manifestando que estaba huyendo de los malos tratos a los que era sometido en
el establecimiento de Manuel Urquiola, su guardador, ubicado a unas 12 leguas
de distancia que acababa de recorrer a pie.
“A su llegada a la comisaría el menor Rodríguez presentaba un estado lastimoso.
Su estado físico evidenciaba encontrarse en un grado avanzado de inanición;
sujeta al cuello y asegurada por un candado y alambre retorcido del que se usa
para atar fardos de pasto, llevaba una larga y gruesa cadena de un peso estimado
de 20 kilos y como única ropa que cubría su cuerpecito, ostentaba una sucia
camisa hecha girones, un rotoso pantalón y unas alpargatas completamente
deshechas” se explicaba, con detalles.
El cuadro descriptivo se completaba de esta forma. “Sobre la cara sumida, donde
los hundidos ojos han perdido ya toda vivacidad, y en cuyo curtido cutis la
acción de la intemperie ha dejado huellas inconfundibles, una abundante y larga
melena se desparrama en el más descuidado desorden. Ante las personas que lo
rodean el menor se muestra huraño y como temeroso guarda un silencio hosco y
desconfiado. Se alarma al menor ruido y recién al comprender que se le desea
bien y antes las frases afectivas del comisario se resuelve a hablar para
narrar toda su triste odisea”.
Los párrafos siguientes de la nota de La Nueva Era estaban dedicados a ese
relato, tomado a partir del “hábil interrogatorio” (sic) del comisario a cargo
de la instrucción, Héctor Haedo.
De esta forma los lectores pudieron enterarse de que el muchacho estaba bajo la
“guarda” de Urquiola desde cinco años antes (es decir desde sus nueve años de
edad) y que en ese lapso habría sufrido permanentes malos tratos tanto por
parte del hombre, como de su esposa Esperanza Márquez. Tomando la voz de la
propia víctima, aunque en un tono discursivo poco creíble, el cronista afirmaba
cosas como estas. “Se me decía que yo era malo. Me privaron de los alimentos
indispensables y con frecuencia pasaba días enteros sin que me dieran un solo
bocado de pan”.
Se decía también que el día 26 de agosto (de ese año 1927) el menor había
escapado para buscar refugio en el campo de don Bonifacio Gazzo, que le brindó
amable cobijo durante algunos días hasta que Urquiola se hiciera presente y,
haciendo valer su condición de guardador, lo obligara a volver a su destino
anterior.
En este punto la historia adquiría su mayor dramatismo, siempre a estar de los
dichos del joven Rodríguez en la versión de La Nueva Era, porque una vez de
regreso en su campo Urquiola le habría dicho “ahora no te escaparás otra vez”,
mientras lo sujetaba con una cadena y un candado, atados a un chañar ubicado a
unos cien metros de la casa, totalmente al aire libre.
Desde ese momento, que el menor pudo precisar como el día 28 de agosto, su
calvario fue mayúsculo, soportando fríos y lluvias apenas guarecido en una
estrecha cueva que con sus propias manos pudo cavar al pie del árbol, y
pésimamente alimentado con una sola ración diaria de sobras de puchero. Según
su propio relato recién casi cuatro meses después el chico juntó fuerzas para
desgarrar las ramas del chañar y soltar la cadena de su atadura, lo que le
permitió huir a campo traviesa, en la oscuridad de la noche y con la pesada
rastra de eslabones todavía sujetada en su cuerpo.
De esta manera el menor Roberto Rodríguez pudo llegar a lo de Vidart, quien lo
alimentó y después de un breve descanso lo acompaño a la dependencia policial
de Patagones, para presentar la denuncia.
El extenso artículo de La Nueva Era añadía que una comisión policial se había
trasladado hasta el lugar de los presuntos malos tratos, comprobando la
existencia del chañar y en sus alrededores la presencia de restos de
arpilleras. Detallaba también la detención de Manuel Urquiola, poniéndolo a
disposición del juez del Crimen Angel Torrent, con despacho en Bahía Blanca.
Con respecto al estado físico del joven indicaba que, según datos proporcionados extraoficialmente por el médico policial Atilio J. Otero, en su cuerpo presentaba “signos evidentes de los malos tratos recibidos y de los crudos castigos que se le infligían”, precisando que “su cuello está llagado a causa del roce de la cadena y en la espalda tiene una larga herida en período de cicatrización”.
Todo esto ocurría en diciembre de 1927 y naturalmente no había en Carmen de
Patagones y Viedma ninguna otra forma de transmisión instantánea de las
noticias que no fuera el boca a boca. Pero el sistema funcionaba muy bien y,
según consta en la crónica de La Nueva Era que tomamos como referencia, en la
tarde del mismo día en que el joven Rodríguez llegara a la comisaría para
denunciar su penosa odisea un grupo numeroso de vecinos se reunió en las
puertas de la sede policial, interesándose por conocer detalles.
Puntualizaba el periodista que “pero así como es curioso el público demostró
también su altruismo, haciendo pequeñas donaciones en efectivo al menor, que al
día jueves había logrado recolectar alrededor de 500 pesos”.
Más hacia el final la nota informaba que el menor Rodríguez se había
higienizado y cortado el pelo y se lo había provisto de vestimenta nueva–“un
sencillo trajecito, una camisa color rosado y alpargatas blancas”- como para
que su aparición en público no fuese lastimosa.
De todas formas, probablemente antes de ser adecentado en su aspecto, el chico
fue llevado al campo de Urquiola, acompañado por el comisario Haedo y algunos
de sus subordinados y un fotógrafo de la zona, con el propósito de tomar varias
imágenes que lo mostraban rotoso, desaliñado y con la gruesa cadena de su
cautiverio entre las manos. Estas fotos aparecieron en medios de comunicación
de Bahía Blanca (no se las registran en La Nueva Era) y también circularon de
mano en mano, entre la población patagonesa, ávida de detalles morbosos sobre
la historia.
Como ya se dijo el “caso Urquiola” se instaló en la gente a fines de diciembre
de 1927 y fue obligado motivo de comentarios en ámbitos públicos y privados.
Fue el semanario La Nueva Era, a través de su editor responsable el único medio
que presentara los hechos con graves acusaciones contra el guardador del chico,
aunque sin más fundamento que los dichos del menor y del vecino Vidart que lo
acogió en su campo y después lo trasladó hasta Carmen de Patagones. El anónimo
redactor (se puede presumir que era Mateucci) decía que “no puede admitirse
bajo ningún sentido que una criatura sea tratada en la forma que describe el
menor Rodríguez”, y adelantándose a la interpretación psicológica de la
cuestión agregaba: “si sus instintos eran malos, si tenía en su ‘yo’ una
incorregible perversidad, Urquiola debió haber tomado las disposiciones
necesarias para entregarlo, pero nunca imponerle los severos correctivos a que
hacemos mención y que llegan a los límites de la tortura”.
Pasaron algunas semanas de ese tórrido verano y el 28 de enero de 1928 el periódico
vuelve a ocuparse del asunto. Informa que el juez de feria, Ángel Torrent, ha
dispuesto la prisión preventiva de Urquiola, que la carátula del expediente es
“detención ilegal y lesiones leves”, que como defensor del acusado fue
designado el joven abogado Roberto Isnardi, “que goza de sólidos prestigios en
el foro de Bahía Blanca”; y que el mencionado letrado deja de lado la hipótesis
de alegar que su defendido tiene las facultades mentales alteradas, como
recurso para librarlo de una eventual condena.
En este ‘suelto’ periodístico La Nueva Era ya no dispara con munición gruesa
contra el presunto responsable de eventuales tormentos contra el menor
Rodríguez. Esta suavización en el trato de la noticia y de su principal
protagonista irá en aumento, con el correr de los días, y llegará a su punto
máximo el 24 de marzo de ese mismo año de 1928 cuando el título de un recuadro
sostiene “Final de un sonado proceso, sobreseimiento del señor Urquiola”.
El sábado posterior, 31 de marzo, La Nueva Era le dedica una página entera a
una solicitada –pedida por el propio Urquiola- donde él mismo aparece haciendo
algunas consideraciones (seguramente escritas en su nombre por el defensor
Pascual Blasco Estelrich, que había tomado finalmente el caso); y después se transcribe
en forma completa el fallo del juez Domingo Grecco, presidente de la Cámara de
Apelaciones de Bahía Blanca, con el sobreseimiento absoluto del inculpado.
Esta resolución absolutoria tenía fecha del 7 de febrero de 1928, es decir que
en apenas cinco semanas –feria judicial incluida- la justicia había echado luz
sobre el caso, descartando la gravedad de las injurias que presuntamente se
habían cometido contra el joven Roberto Rodríguez.
¿Habría exagerado el editor de La Nueva Era en su primera publicación sobre el
caso?; ¿Hubo quizás presiones políticas para que Urquiola fuese absuelto? Estos
interrogantes quedan sin respuesta, casi 90 años después de los
acontecimientos.
En una segunda nota especial para la Agencia Periodística Patagónica (APP) vamos
a reseñar el fallo del sobreseimiento de Urquiola, que contiene algunas
consideraciones que hoy nos parecen aberrantes, pero tal vez en aquella época
eran materia común.
Es importante apuntar que el joven Rodríguez, víctima de aquellos malos tratos
que finalmente no parecieron demasiado graves ante los ojos de la justicia,
volvió a Bahía Blanca y en la década de los años 40 trabajaba como mozo de un
conocido café de esa ciudad. Algunos vecinos memoriosos recordaban que ante
quien quisiera escuchar contaba las penurias que había pasado en su infancia, y
mostraba una cicatriz en el cuello que –según decía- era el triste recuerdo de
aquella cadena que lo había tenido esclavizado durante varios meses.
El sobreseimiento
En la primera nota sobre el llamado “Caso Urquiola” recordamos la difusión
periodística de las condiciones de esclavitud y malos tratos que habría sufrido
un chico huérfano, de 14 años, que cumplía tareas de peón en un campo cercano a
Carmen de Patagones. El suceso ocurrió hacia fines de 1927, y el rápido proceso
judicial posterior culminó con el sobreseimiento del presunto causante de los
malos tratos, pero la triste historia quedó en el imaginario colectivo de los
habitantes de esta ciudad austral bonaerense, transmitido por tradición oral de
generación en generación.
El “Caso Urquiola” fue presentado por el semanario La Nueva Era, el más
importante de los varios periódicos que se publicaban en ese tiempo en las
ciudades de Carmen de Patagones y Viedma, con un extenso artículo en su edición
del 24 de diciembre de 1927.
La descripción del estado penoso en que había sido hallado el chico, la
reconstrucción de los hechos a través de la labor policial encabezada por el
comisario Héctor Haedo, la declaración del vecino Andrés Vidart en cuya casa se
había refugiado el menor después de zafar del cautiverio en lo de Urquiola, y
por supuesto el relato de la propia víctima –Roberto Rodríguez- con detalles de
los tormentos sufridos –decía que lo habían atado a un chañar con una gruesa
cadena que le ceñía el cuello-, componían en su totalidad un relato
sorprendente que generaba inmediato rechazo y fuerte condena social.
La Nueva Era (LNE) en su publicación inicial puntualizaba lo siguiente. “No
puede admitirse bajo ningún sentido, que una criatura sea tratada en la forma
que describe el menor Rodríguez. Si sus instintos eran malos, si tenía en su
‘yo’ una incorregible perversidad, Urquiola debió haber tomado las
disposiciones necesarias para entregarlo, pero nunca imponerle los severos
correctivos a que hacemos mención y que llegan a los límites de la tortura”.
Sobre el estado físico del joven Rodríguez, al momento de llegar a la comisaría
de Patagones, LNE aseguraba –según el médico forense Atilio J. Otero- que su
cuerpo presentaba “signos evidentes de los malos tratos recibidos y de los
crudos castigos que se le infligían”, detallando que “su cuello está llagado a
causa del roce de la cadena y en la espalda tiene una larga herida en período
de cicatrización”.
La suma de estas expresiones conducía, indefectiblemente al repudio del
accionar de Manuel Urquiola.
Pero el carácter de la noticia y la actitud del periódico comenzaron a cambiar
a partir de los primeros días del mes de marzo de 1928. Un breve recuadro,
titulado “El proceso contra Manuel Urquiola”, informaba que el juez de Bahía
Blanca a cargo de la causa había dispuesto el sobreseimiento definitivo del
acusado en cuanto al delito de privación ilegítima de la libertad, “por no
estar previsto en ninguna disposición de la Ley Penal, y declarándose incompetente
para entender en el de lesiones leves, cuyo conocimiento compite a la justicia
de paz”.
Tras esta novedad, que naturalmente caía como tremendo baldazo de agua fría
sobre la comunidad de Patagones y Viedma sensibilizada por el caso, el autor de
la nota (que muy probablemente fuese el director-propietario de la LNE, Mario
Mateucci) opinaba al respecto.
Estas eran sus consideraciones, que vale leerlas y analizarlas palabra por
palabra.
“El resultado de este asunto viene a demostrar que no ha revestido en ningún
momento la magnificencia que la fantasía popular bordó a su alrededor, desde
los primeros momentos. Nosotros censuramos el hecho en si, pero nunca nos
solidarizamos en forma completa con la opinión de la mayoría que, fácil al
impresionismo, creyó ver un gran delito y un mayor delincuente, en lo que no
era más que un castigo –severamente exagerado, tal vez- contra un menor de
conducta incorregible. Los hechos han venido a demostrar ampliamente esta
afirmación”.
Veamos. ¿La “magnificencia” bordada por la “fantasía popular” no había sido
quizás estimulada, en la primera nota de LNE sobre el suceso, con aquellos
párrafos dedicados al análisis de la conducta del presunto responsable de los
malos tratos donde se mencionaba “tipos morbosos que presentan los síntomas
degenerativos de la especie”? ¿Acaso el periodista se olvidaba de la
calificación de “crueles torturas” asignada a los daños sufridos por el menor
Roberto Rodríguez, en aquella misma publicación? ¿Tampoco recordaba que, en
aquella crónica del mes de diciembre de 1927, tejía la hipótesis de “la
absoluta ignorancia” y la “total incapacidad mental que no ha permitido al
autor (Urquiola) distinguir los límites de la corrección a que tenía derecho
con el delito mismo ” (en referencia a las supuestas inconductas del chico que
tenía bajo su guarda), pero concluía que ningún atenuante “no alcanza ni puede
alcanzar para eximirlo de un castigo que puede servir de ejemplo vigorizante
para que no se repitan estos dolorosos hechos”?
No, sin dudas que La Nueva Era, más bien su editor responsable, había asumido
rápidamente una actitud meridianamente opuesta a la de su primera publicación.
Ya de nada servían los dichos de la propia víctima (supuesta víctima, por
efecto de la exageración popular, a esa altura de los acontecimientos) que,
surgidos de “hábil interrogatorio” del comisario Haedo, dieran contenido a un
macabro relato de malos tratos y tortura.
Por otra parte esa breve nota, de principios de marzo, daba por aceptable la
insólita resolución judicial del sobreseimiento de Urquiola, sin recordar que
unas pocas semanas antes desde las mismas páginas de LNE se le reclama a la
Justicia que reaccionara con “un toque de atención para salvar de la desgracia
a los tantos menores (bajo guarda o sin ella) que por ahí pululan”.
En definitiva: Urquiola ya no era culpable de nada y todo lo que había dicho
sobre los vejámenes contra el chico eran puramente resultado de la imaginación
exagerada de la gente.
El día 24 de marzo de 1928 el semanario de Patagones confirmó el fallo judicial
sobre la absoluta inocencia de Urquiola, tanto en el ámbito Penal de Bahía
Blanca (por inexistencia del delito de privación de la libertad en el caso de
referencia) como en el de la Justicia de Paz de Patagones (que había analizado
la cuestión de las lesiones sufridas por el menor, sin considerarlas graves y
adjudicándolas a percances de la vida rural).
La exasperante conclusión del periodista era que “el sumario no es más que un
episodio pasajero, común en la vida de los hombres, y del que ningún ciudadano
está exento”. Y subrayaba que, por cierto, la formación del proceso no había
afectado “el buen nombre y honor” de Urquiola.
Una semana después, como para dejar absolutamente zanjado el episodio y hechas
las paces con el ganadero antes denunciado por actos salvajes y desquiciados,
LNE le otorgó una página entera al caso, en forma de solicitada, con el amplio
título de “Se hace luz sobre un sonado proceso”, donde el propio acusado
brindaba sus explicaciones y se reproducía el lamentable fallo judicial.
El texto firmado por Urquiola (tal vez redactado por su hábil abogado defensor,
Pascual Blasco Esterlich) contiene párrafos como el siguiente.
“Tuve la desgraciada ocurrencia de condolerme de un menor que saqué del asilo.
Quise elevarlo de nivel igualándolo a nosotros (a él y su familia); pero sus
perversidades ingénitas pudieron más que mis sanos sentimientos y el chico
bueno que yo me imaginaba formar resultó de la más inconcebible maldad”.
Bien suelto de cuerpo seguía diciendo.
“Yo no conozco leyes, ni tengo más conocimiento que el de mi trabajo, y las
primeras fugas del menor me parecieron de grave responsabilidad. Así fue que
mientras hacía trámites para devolverlo al asilo (menciona que se los había
encargado a su representante comercial en Bahía Blanca), resolví atarlo en
forma segura, pero no en la forma cruel que se me atribuyó”.
El dictamen judicial fundamenta el sobreseimiento ya aludido, sobre la base del extenso escrito interpuesto por el defensor Blasco Esterlich. El letrado arrancaba calificando la denuncia de los malos tratos y vejámenes sufridos por Rodríguez como una “una versión (que) propalada con la vertiginosidad del rayo fue debidamente aumentada y corregida por la fantasía popular”. Añadía que durante la realización del sumario “la policía, fácil también al impresionismo, sugestionada tal vez por la misma fantasía que tenía sugestionado al pueblo, perdió la serenidad que debiera guiar todos sus actos para que cumpliera con imparcialidad y eficiencia sus funciones”.
En este punto el defensor de Urquiola planteaba su objeción formal al
procedimiento de inspección ocular en el sitio de los hechos investigados,
donde se tomó la foto que ilustra esta nota que muestra al comisario Haedo
junto a la presunta víctima, al lado del chañar donde el chico habría estado
encadenado. Del mismo modo Blasco Esterlich censuraba la estigmatización “con
el sello de la cárcel, de un vecino dedicado por completo al trabajo, que honra
y ennoblece”.
El alegato del defensor tiene un nudo importante en el párrafo donde se admite
que Urquiola le pegó al menor Rodríguez, justificándolo como el castigo
apropiado por un presunto abuso sexual contra una niña de corta edad, hija del
ganadero.
“El castigo infligido por Urquiola a Rodríguez es la natura reacción de un
padre que ve a su hija casi víctima de un atentado al honor por un chico que
muestra sus instintos de bestia en sus tiernos 14 años” puntualiza primero, y
agrega que la conducta del menor es propia de “degenerados de la naturaleza,
hijos del pecado o de nadie, (que) llevan en su sangre bastarda el pecado mismo
que los echó al mundo y pretenden contaminar con su precoz lujuria la inocencia
de cuantos lo rodean”.
En ese mismo sentido el abogado ponía en duda el dictamen de un médico que,
tras examinar al chico, había opinado que “es de sanos sentimientos, de buenas
costumbres y de instintos educados”; porque para trazar ese tipo de diagnóstico
no alcanza “con las demostraciones de candor durante una visita médica”.
De resultas de todas estas argumentaciones el “buen vecino” Urquiola no había
hecho más que “cumplir con su deber de padre y jefe de familia”, al imponerle
castigos “sólo leves” al “degenerado Roberto Rodriguez”.
El menor era, según el análisis del abogado defensor (de hecho compartido por
la Justicia) un exponente claro de ejemplares humanos que “ausentes de
conciencia, de mentalidad, de raciocinio, no conocen el agradecimiento que
deben a quienes los sacaron del asilo, de la nada. Su psiquis es enfermiza,
abúlica. Para ellos no hay más fin que satisfacer sus criminales apetitos de
sensualidad, y a ese objeto no se detienen a pensar en el crimen que pudieran
cometer”.
La grosera diatriba de Blasco Esterlich contra el menor se completaba diciendo
que “afortunadamente a Rodríguez faltóle oportunidad porque llegó a ser
descubierto antes de cometer el delito y de a ahí su castigo”.
Solamente le restaba agregar que Urquiola debía ser condecorado como adalid de
la justicia (por mano propia y dudoso criterio) y que la comunidad de Patagones
tenía la obligación de rendirle homenaje imponiendo su nombre a un paseo
público destinado a la infancia.
Por supuesto que para entonces el ganadero ya había recuperado su libertad, sin
perjuicio de su buen nombre y honor. En tanto el joven Rodríguez volvería al
asilo del Patronato de Menores de Bahía Blanca, de donde salió al cumplir los
18 años.
Don José Fulgencio Goyenola, recordado vecino de Patagones, le dijo a este
cronista –durante una charla en el año 2010- que “el chico entró a trabajar en
un bar de Bahía Blanca como mozo y una vez le contó su historia a una persona
de acá, y le mostró la cicatriz en el cuello que le había dejado la cadena”.
Como ya se ha dicho el caso quedó en la memoria de la gente. Don Francisco
‘Coro’ Ferría, que falleció cerca de los 100 años, lo recordaba también y se
refería con un versito popular –“Segurola, segurola,como lo de Urquiola” en
irónica referencia al vuelco imprevisible que había dado la investigación
inicial.
¿Hubo una pésima actuación sumarial de la policía, que condujo a la construcción de un relato alejado de la realidad?; ¿Tal vez la esclavitud del chico fue verdadera, pero hubo presiones sobre la justicia bahiense para dar por ciertas las argumentaciones de la defensa?
Estas preguntas no pueden responderse a 90 años de los hechos. Las
interpretaciones iniciales del periodista anónimo de La Nueva Era (muy
probablemente Mario Mateucci, de extracción política conservadora) aparecen en
claro contraste con las del abogado Blasco Esterlich y su demonización del
menor atado con una cadena, que son aceptadas por el juez Domingo Grecco al
dictar el sobreseimiento de Manuel Urquiola.
En el campo argentino, en aquellos tiempos, un peoncito huérfano sacado del
asilo para ser “protegido” por su patrón siempre era culpable –sin juicio ni
análisis de su caso-porque su mayor culpa era la de ser pobre y no tener
familia. Las cadenas que ataban a Roberto Rodríguez a un chañar eran las que
imponía una sociedad conservadora, injusta y excluyente, en la que los que
ricos siempre tenían razón.
(Investigación y recopilación de Carlos
Espinosa (periodista y recopilador de historias de la Patagonia)
Notas publicadas en Agencia Periodística Patagónica (APP)