Manuela Rosa, india prisionera en la cárcel de Viedma, en el año 1933

 

El diario Crítica, vespertino muy popular en la ciudad de Buenos Aires que llegó a vender 900 mil ejemplares diarios, publicó en 1933 una serie de crónicas escritas por el periodista Rufino Marín dedicadas a entrevistar a varios presos alojados en la cárcel federal de Viedma, con el análisis de sus dramáticas vidas y las circunstancias que los habían llevado al castigo judicial de privación de la libertad.

Esos artículos serían recopilados después en el libro titulado “Hablan desde la cárcel los hijos de Martín Fierro”, editado por el sello Librerías Anaconda. El prólogo fue escrito por un colega de Marín, Luis Diéguez, quien dijo que el autor “entró en la cárcel de Viedma  como “poeta del acontecimiento diario” para buscar “los vestigios del alma inmortal del gaucho legendario, centauro alzado contra la ley y la moral de la ciudad y de los hombres civilizados”.

Los temas centrales que aparecen en las entrevistas, tanto en la voz de los prisioneros como de los celadores y el periodista, son el crimen como resultado de la violencia y discriminación contra sectores sociales marginados; los abusos de poder de comerciantes, policías y jueces de paz de la campaña; y las agobiantes condiciones de subsistencia de los más pobladores más pobres, sobre todo los indios y los criollos.

En una nota anterior de este mismo portal  (“Historias de la cárcel de Viedma y diálogos con famosos bandoleros en 1933”, por Omar Nelson Livigni, 5 de enero de 2020) se describen parcialmente las charlas de Rufino Marín con personajes como Roberto Foster Rojas, Víctor Elmez, y Juan Orellano.

En esta ocasión, hemos elegido la transcripción completa del capítulo dedicado a la prisionera Manuela Rosa.  Todo lo que sigue fue escrito por aquel desconocido periodista porteño, salvo el encabezado de la entrevista que, como en todos los casos, corresponde a un extracto seleccionado del poema “Martín Fierro”,  de José Hernández.

“…Hace mucho que sufrimos la suerte reculativa, trabaja el gaucho y no arriba, porque a lo mejor del caso, lo levantan de un sogazo sin dejarle ni saliva…” Martín Fierro. Primera parte, cap. XII

Manuela Rosa es una india cordillerana. Nació en Loncoracá, Neuquén. Tiene cinco hijos. No sabe su edad. Representa unos treinta y cuatro años. Robó un potrillo para comer y que la llevaran a la cárcel, solución prevista y puesta en práctica por muchos resignados. No es en puridad de verdad una delincuente. Encarna un tipo, víctima de la ignorancia, del juez de paz y del bolichero.

Mi inquietud ha recogido su caso, vulgar si se quiere, pero que resume un drama grandote en la Patagonia.

En “Dos palabras” creo haber puntualizado, al estudiar los tipos y el ambiente, que me había tocado asistir, por especiales circunstancias en un silencio objetivo, a un drama que los habitantes de las ciudades ignoran con seguridad en su orgullosa petulancia.

El drama de los que, cansados del frío homicida y de los largos días de hambre, conciben como solución a tanta desdicha el encierro de la cárcel.

Bien es cierto que el sentido andariego, en el hombre como en otras especies zoológicas, es tan hondo que rehúsa enajenar su libertad aún a cambio de comodidades no concebidas.

Por ello es, precisamente, que tomo el caso de esta mujer. Él encarna, con precisión, el arquetipo de una corriente ideológica, no sé hasta qué punto primitiva, pero categórica en su nacimiento, definitiva en su resignación, abrumadora como “caso” humano y frecuente, por otra parte, en la gran vastedad de la potente y rica Patagonia.

Frente a Manuela Rosa, mi pluma no podía dejar de anotar ese nombre –perdido entre la montaña de otros muchos en idénticas condiciones- aunque el mismo no registra la fechoría sangrienta del bandolero, la fina astucia del matrero ladrón, la tenacidad del “linyera” convertido de pronto en personaje de drama, o la ferocidad animal, salvaje, repugnante de los asesinos profesionales, y cuya crónica desvergonzada de sus delitos mueve a la indignación de las almas honestas.

Manuela Rosa –un nombre entre el montón- es, lo he dicho ya, el drama grandote de la Patagonia…

“El bolichero me quitó todo por la cuenta”.

En estas ocho palabras está definido el armazón de todo un proceso social. Manuela Rosa no sabe, sin duda, ese proceso. No lo intuye, siquiera. Pero existe. Se ve. Se palpa. Ella misma es la prueba irrecusable.

“Yo tenía veinte cabras, doce yeguas y ochenta ovejas. También tenía un rial, dos perros, treinta caballos y trescientas gallinas. Cuando la cuenta se hizo de un año, se lo dieron todo al bolichero. Me dejaron el rial y los perros. Jué el juez y tamién la milicada”.

¿Pero usted no le pagaba nunca al bolichero?

Alguna vez sí, pero el bolichero me decía: “No tené apuro. Manuela no paga hoy, no importa. Angún día pagará”. Una vez me dijó milico: “Manuela, juez te llama mañana”. Y juí. Dieciocho leguas tuví que hacer. Y el juez me preguntó: “¿Está grande tu cuenta con boliche?” Como pa un año tendrá. “Bueno, andate no más”. Dispués la milicada se me llevó todo menos el rial y los perros. Jué por la cuenta, no más…

¿Y cómo está presa? ¿Por qué?

“Se está lindo en aquí, señor. Yo quería venir. Lástima que parece que me van a largar pronto no más. Si pudiera estar hasta el calor, qué lindo sería, ¿no?”

La celadora aclara: “Esta mujer se quedó sin nada. El bolichero trabó embargo y le quitaron todo. Primero robaba para comer todos los días. Después se cansó. Entonces pensó en la cárcel como solución. La celda tiene techo. En el penal hay comida. Hasta al hijo de pecho le dejaron traer. Está contenta. Solo se pone a temblar cuando se le dice que va a salir pronto”.

¿tiene hijos, Rosa?

“ Cinco, señor. Todos varones. Son hijos míos y de un tal Linares.”

¿Cómo de un tal Linares? ¿No vive con usted su marido?

“ Sí, cómo no. Vive conmigo cuando viene después de la cosecha. Él siempre va a trabajar a La Pampa. Cuando se acaba la cosecha y la plata, se viene.”

¿Y nunca trae dinero a la casa?

“ ¿Y pa qué? Es bolsillo aparte, señor. Yo tenía mi ganao que era mío. Es bolsillo aparte…”

Interpretan el pensamiento de la presa y me dicen: “Entre gente de la condición social de Manuela Rosa, en el campo, en la Patagonia sobre todo, es corriente que los bienes de cada cónyuge se los administren cada cual por su cuenta. La madre carga con la crianza de los hijos.”

Se regresa así, de un salto, a la civilización matriarcal sobre la que escribió largo Lafargue. Bolsillo aparte es la síntesis expresiva de la libertad económica absoluta.

¿Y los otros chicos, Rosa?

“Desparramaos, señor…”

Bueno, pero, ¿cómo fue eso de la cuenta?

“Alguna macana, señor. Y no sé. El bolichero era bueno. Yo mandaba a mi Celestino”.

¿Quién es Celestino?

“Mi hijo mayor, pues. “Tráite un kilo ‘e yerba”. Y se me venía con cinco kilos. “Mamá”, me decía mi Celestino, “me dijo el bolichero que mejor que llevara cinco”.

La celadora interviene para explicar: “Es costumbre inveterada en los bolicheros hacer llevar mucha mercadería a los que tienen haciendas que respalden la cuenta. En el “fiao” ellos cargan la mano. Pasan los meses. La gente no paga. La cuenta crece. Un día –cuando calculan que deben hacerlo- se presentan ante el juez de paz. Los demandan por cobro de pesos. Se hace efectuar el traspaso de las haciendas a su nombre. En estas operaciones se ganan miles de pesos. Y se realizan todos los días. Así se les despoja a esta gente. Los indios son carnes de cañón de estos ejemplos…”

¿Qué hizo, Rosa, después que la cuenta le comió la hacienda?

“ Robaba gallinas, señor. Unas cuantas no más para comer”.

¿Usted las robaba? ¿No era su marido?

“ No. Mi marido no era. Se había ido a buscar trabajo a La Pampa.”

¿Y cómo las robaba?

“Con serrucho, señor”.

¿Con qué?

“Con serrucho…”

Cuente, cuente…

“¡Era para comer, señor!”

Ya sé. Ya sé. Cuente.

Del confuso relato de Manuela Rosa, quebrado, indeciso, humilde, arrancado frase a frase, como pirograbándolas, he sacado en limpio lo siguiente: hecha la oración, la india y su hijito mayor se adentraban en las casas vecinas. La gallina es un animal que se recoge temprano, por lo general en los árboles, buscando la protección de las ramas a la nieve y a las escarchas. Manuela Rosa y su hijito, con sus ojos de lince, oteaban los árboles, las “olían” para emplear su propio término. Entonces, con una sierra para madera, pequeña, engrasada a los efectos de evitar el ruido, cortaban la rama. Y hete aquí que madre e hijo, cargando cada uno con un extremo, caminaban –como un tigre y su cachorro- rumbo a la casa donde más tarde habría una fiesta alrededor de la lumbre…

¿Y por robar gallinas la trajeron?

“ No, señor. Porque quisí”.

¿Le gusta estar presa, entonces?

“ Siempre hay comida, señor. Hay cubija. Hay puerta… Desparramé los chicos, señor. Uno se lo di a la curandera. Otro se lo di a un compadre. A Fernando se lo di a una hermana mía. Juancito se jué al rial de los Tencorá… Cuando me quedé sola con este –me señala al crío- entonces me juí a lo del bolichero y le carnié un potrillo, cuando era pa el mediodía.”

¡Y la vieron, claro!

¡Sí, pa eso lo hacía, señor! ¿No compriende? El bolichero se enojó muy mucho y llamó a un milico. “Anguna vez t’iban a poner la orqueta”, me dijo. Yo me ráiba. ¡Qué zonzo el milico! ¡Anguna vez…! Ja, ja, ja.

Se está acostando la tarde. La celadora que nos acompaña rompe nuestro silencio después de aquella risita que era una burla y también un telón de obra…

“Casos como este encontrará usted muchos. Hay por lo menos una tercera parte de la totalidad de los presos que están en esas condiciones. Pregunten al director. Y es un problema. Dos problemas. Muchos problemas…”

La capacidad de la cárcel, saturada hasta el máximo. La convivencia de esta gente con los grandes bandoleros. La cargazón para los juzgados letrados que no dan abasto, aun trabajando catorce horas diarias. El aumento en el presupuesto de la cárcel. La destrucción –por abandono- de las pequeñas rancherías, ladrillitos de alguna población, quizá…

Todo eso, y más aún. Más todavía…  Me marcho. Mis pasos tienen una hueca resonancia en las anchotas piedras de la cárcel. El buen poncho amigo se enrosca a mi cuello como una víbora ahita. Y me voy pensando, pensando, pensando…”

Punto final para la transcripción de esta impresionante crónica de hace 90 años, aquí en Viedma, en la vieja cárcel de las calles Alem y Álvaro Barros. (foto) .

Lamentablemente el periodista no indicó (tal vez no quiso hacerlo a propósito) el pueblo o paraje en donde había transcurrido la triste historia de Manuela Rosa. Tampoco hemos hallado alguna referencia biográfica y profesional sobre este buen escriba que firmaba como Rufino Marín.

El libro “Hablan desde la cárcel los hijos de Martín Fierro” ha sido analizado por la historiadora Pilar Pérez, en un trabajo titulado “Voces desde la cárcel de Viedma hacia el Territorio Nacional de Río Negro, 1933” para el Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Políticas de Cambio de la Universidad Nacional de Río Negro, en convenio con el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas ,  del año 2018.

De ese muy interesante artículo, disponible en internet, tomamos un párrafo de la introducción, donde la calificada investigadora sostiene que la obra de Rufino Marín  permite “profundizar en el conocimiento de la sociedad patagónica medio siglo después de la ‘Conquista del desierto’. Este valioso registro de época nos permite evaluar y conocer las relaciones de poder entramadas entre los sectores dominantes y subalternos, las construcciones de estatalidad imperante y también ahondar en trayectorias de vida.

Desde estas experiencias de vida indagamos no tanto en la cárcel como institución de control sino que partimos de su población para indagar en los clivajes de clase, género, etnicidad, nacionalidad y edad para profundizar en la diversidad de los llamados ‘bandoleros’ o sectores populares que la cárcel alberga”.

En una próxima nota volveremos sobre el sorprendente texto de 1933, con entrevistas a prisioneros de la cárcel nacional de Viedma y las acertadas observaciones de Pilar Pérez, doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires.  (APP)

Texto de Rufino Marín, con comentarios de Carlos Espinosa, periodista de Carmen De Patagones y Viedma

 

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