Cuando era un niño. Las payanas, las figuritas, el hoyo pelota, las bolitas y más…

Yo quiero volver a ser niño. Recuperar para mi contento la infancia despreocupada corriendo insolente por las calles del barrio La Falda de Bahía Blanca, descolgando mis recuerdos y la nostalgia de ese balcón suburbano, ámbito de mis correrías ya para siempre perdidas en el laberinto implacable del tiempo y de los años.

Por eso esta crónica de mis juegos infantiles tan inocentes como aquellos años donde aún no estaban presentes las urgencias de la vida con sus avatares y desengaños inevitables, y donde la figura tutelar de los padres era una dicha cotidiana y feliz que nunca podremos apreciar en su tiempo, sino cuando ya no los tenemos con nosotros.

¡Cómo olvidar el ruido de las cinco payanas golpeando sistemáticas sobre la acera en las horas de la siesta fatigando el descanso de los mayores! Horas ganadas con el juego de los cinco cantillos con no en el aire y esperando con ansiedad pasarlos como gotas cuadradas por el puente de la otra mano. ¿Qué las payanas son un juego de niñas? ¡A otros con ese cuento!!

A la ronda jugué poco pero sus cantigas todavía despiertan en mi interior al niño dormido. ¿Dónde se fue Mambrú? ¿Antón Pirulero, atiende su juego? ¿Martín Pescador me dejará pasar? ¿Con qué tropezó la Farolera? Y, ¿Encontraré en San Nicolás a la chica que sepa coser, que sepa bordar y que sepa abrir la puerta para ir a jugar?

Si hablo de la biyarda o de la tala entro en la parte más homérica de mis recuerdos, porque en ese juego  que “se da con un palo en el extremo de otro más pequeño, haciéndolo saltar para luego pegarle en el aire” como lo supo definir Carlos de la Púa, hoy siento que hice formidables proezas con ella.

Lo de las figuritas merece una digresión aparte y muchos cronistas se han ocupado de ellas, pero yo de ese mundo de tapaditas y arrimadas sólo recuerdo las tres más difíciles con las que llegué a completa el álbum que troqué por el más hermoso (el más hermoso del mundo) fútbol N° 5; y nombro a los tres esquivos jugadores que la iban de difíciles: Báez, Maldonado y Sciancalepore.

Mi crónica se hace redonda y diminuta y cabe en los bolsillos, porque todavía en algún frasco se enseñorean aquellas bolitas lecheras que eran mis preferidas, los bolones como compadritos pesados, las japonesas, el hoyo, el triángulo tentador, las reglas del juego al decir de Alejandro Dolina siempre violadas. Mundo pequeño y rodante hoy perdido para siempre en algún rincón del alma.

De la escondida recuerdo que es un juego mixto y en el que aprendí no a contar hasta cincuenta sino a veces hasta mil y el que también temprano desnudó mi torpeza para esconderme, gracias a lo cual ya de adulto suelo dar siempre la cara, aunque sea para mi propio mal.

Y por ese juego que consiste en saltar, uno tras otros sobre el compañero que permanece con el torso inclinado, de acuerdo a ciertas reglas predeterminadas, una vez como dijo Gómez Blas “gemí sin desconsuelo por la recalcadura de los tobillos por los brincos temerarios que sustentaban  mi fama de saltarín de rango”. Lo de mida lo dejo para la enjundia de los puristas.

El hoyo pelota me trae recuerdos dolorosos. Había que pagar la prenda con el fusilamiento y aún recuerdo con espanto los ladrillos desiguales del paredón de ajusticiamiento mientras la redonda y mojada pelota de trapo dejaba sus marcas en mi otrora pequeña humanidad. Por eso yo trataba siempre de embocar, pero cosas extrañas tiene la vida…

De las fogatas de San Pedro y San Juan guardo el mejor de los recuerdos. Juntar los yuyos secos, las cubiertas viejas, los papeles, los cartones y velar como unos caballeros las armas para que los intrusos del otro barrio no les prendieran fuego por anticipado. Humo perdido en un cielo que ya no puede volver.

Con el carrito de rulemanes me inicié en el vértigo de la velocidad y muchas horas oficié de mecánico, mientras perdura en mis oídos el ruido de los rodamientos sobre la calzada aleve en la que no pocos golpes nos propinamos.

La llanta de una rueda de bicicleta llevada por un alambre que sirve de guía nos fatigaba sin descanso como una especie de tracción a sangre donde ganaba no el más ligero sino el más habilidoso.

De los barriletes rememoro el armado de las bombas, cometas o estrellas, la longitud de sus colas y la malicia de colocar hojas de afeitar en ellas para cortarles el hilo a los de los competidores. ¿Cuántos cables habrán truncado nuestros sueños de papel, cañas y engrudo? ¿En qué cielo jugarán nuestros recuerdos? ¿Acaso en aquel que promete la Rayuela y que siempre asocio con la tapa del exquisito libro de Julio Cortázar?

El de las pelotitas de goma, de las pulpo, de los autitos Duravit, con uno de los cuales soñé muchas noches, el mundo en dos ruedas de la bicicleta, de los botines sacachispas, de las temidas gomeras también llamadas hondas, del codiciado rifle de aire comprimido…

 Todo, todo se ha perdido con el siglo que se fue. Nada tiene la magia de aquello, tal vez porque fuimos felices sin saberlo. Supo decir el poeta que “el niño se ha vuelto hombre y el hombre ¡tanto ha sufrido!!

Es cierto, chau juegos de la infancia, adiós trompos, pelotas y bolitas, soldaditos de plomo,  autitos de carrera para jugar en el cordón del asfalto. Me voy, los dejo en el desván de las cosas queridas que nunca volverán. Hasta siempre. Hasta mañana. Hasta que un niño despierte y se ponga a jugar.

Texto: Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta (Río Negro)

 Febrero  2022

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