La casa de piedra en la Línea Sur. Muchas historias, algunas reales y otras…

Una antigua casa hecha de piedra en Valcheta alberga muchas historias. Algunas son reales y otras, más reales aún.

En Valcheta, saliendo como quien va camino al dique, tenemos paso obligado por la casa de piedra. Se denomina así porque literalmente está construida de piedra. Es una antigua casa edificada por el año 1920, aproximadamente, y mayormente con piedra y cemento. Por fuera, revestida por piedras laja.

Se encuentra rodeada por pinos y eucaliptos y a simple vista por el camino no se deja ver.

Sobre ella se han escrito muchas historias paranormales, ánimas sin descanso, llantos y gritos estremecedores.

Por el año 1950 una familia de apellido Quijano, oriunda del paraje Los Berros llegó a Valcheta en busca de trabajo y progreso. Era un matrimonio con siete hijos. El hombre era carpintero de oficio, pero también hacía tareas rurales. La esposa era ama de casa.

Al poco tiempo de su llegada, don Julio Quijano conoció a un señor de apellido Mirosky, quien le ofreció trabajo mensual en su chacra y una vivienda que se encuentra frente a la casa de piedra. Solo las separa el camino.

Don Julio aceptó, pues la oferta era tentadora. Más aún sabiendo que no pagaría más alquiler. Su trabajo era de agricultor ya que en la chacra había siembra de verduras y diversos frutales como manzanos, perales, almendros, nogales y se complementaba con un poco de ganadería.

Don Julio y doña Froila tenían siete hijos, de los cuales cuatro eran niñas. Dos de ellas eran súper desenvueltas y curiosas y siempre les llamaba la atención que por la tarde se escuchaba un piano. Hasta que no pudieron más con su curiosidad y, desobedeciendo a su padre, se acercaron hasta la ventana de la casa de piedra. Allí vieron a dos jovencitas de cabello muy rubio y ojos celestes tocar unas melodías hermosas en un lujoso piano de cola. Un poco más allá, sentada en un sillón de pana roja, había una mujer muy elegante y muy parecida a las jovencitas. “Debe ser su madre”, murmuraban las dos niñas que, pegadas a la ventana, no salían del asombro.

Así fue como comenzaron a cruzar el camino todas las tardes Dora y Delfina para ver y escuchar los conciertos.

Una tarde, mientras entretenidas escuchaban y charlaban sobre la música que oían, ¡zas! se abrió la ventana. La señora que solían ver que enseñaba piano a las jovencitas las invitó a pasar. Ellas no podían responder del susto que tenían, porque las habían descubierto y tenían mucho miedo que don Julio se enterara. Era medio bravo con el cinto, cuando no le hacían caso.

Las chicas no sabían qué hacer, pero la curiosidad fue más fuerte. Dieron la vuelta y se encontraron con un hall lleno de parrales que trepaban las columnas y se entrelazaban de una punta a la otra. Encontraron allí una inmensa puerta de madera muy, muy fuerte. Jamás habían visto una puerta de esas características. Se abrió la puerta y las dos jovencitas y su madre recibieron a las niñas. Las invitaron a tomar el té con unas rodajas de pan y queso casero.

Desde ese día entablaron una linda amistad, las niñas con las jovencitas.

Día tras día, las niñas indagaban sobre la vida de las jovencitas que no salían mucho de la casa. Pudieron saber que como en Valcheta no había escuela secundaria, el señor Mirosky y su esposa las llevaban a Carmen de Patagones a rendir libre. Otro dato curioso era que a veces ellos hablaban en otro idioma (hoy mi abuela se da cuenta que hablaban alemán).

Lo que siempre les llamó la atención a las niñas eran las puertas de la casa de piedra. La de la entrada era muy grande y de madera pesada, con una llave de bronce labrado de unos 25 cm y la otra puerta, la que estaba a la derecha del fogón, era muy grande también, pero de hierro, con unos pasadores que nunca habían visto en su vida. Ellas, por supuesto, preguntaron “qué hay ahí”. “Un sótano”, respondió la esposa de Mirosky. Jamás habían escuchado esa palabra las niñas.

Así pasaban sus tardes las niñas. Cuando escuchaban el piano se cruzaban a conversar con las jovencitas y a admirar los hermosos muebles de madera y mármol, la biblioteca llena de libros que no entendían lo que decían porque según la esposa de Mirosky, su marido los había traído de Alemania y Francia cuando se vino a vivir a Argentina.

Unos años después, don Julio tuvo un entredicho con su patrón y pidió las cuentas. Se fue a vivir a Valcheta nuevamente.

Al poco tiempo, las niñas se enteran que Don Mirosky se fue con su familia a vivir a Bariloche, de un día para el otro.

Las niñas crecieron y comenzaron a recordar lo vivido en la casa de piedra. Se dieron cuenta y pensaron que nada de lo que sucedía allí era normal: ni como hablaban (en otro idioma) ni los libros que leían.

Con los años y las diferentes investigaciones, dedujeron que don Mirosky, el señor de mirada fuerte, ojos como el cielo, de carácter reservado, que inspiraba miedo, era un nazi que estaba exiliado en nuestro país.

Siempre les quedó la duda sobre qué había detrás de la puerta de hierro en el sótano.

Texto y fotos: Ayelén Mussi

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