Los hombres del campo patagónico. Nunca bajan los brazos ni se cansan de esperar

 

La Patagonia tiene estas cosas: la estepa, la achaparrada flora, el matasebo, las jarillas peinando sus cabelleras al viento, los cañadones donde la arena se repite incesante desde los albores del tiempo.

Y el sol, rojizo, señor del día que despierta con los pájaros y anuncia una nueva jornada para los hombres de campo, jinetes de a caballo ahítos de labores y destrezas.

En los campos de la Patagonia la mano del hombre hace maravillas: es la tierra del puestero, del alambrador, del amansador de caballos, del tirador de leña, del zorrero, del cazador de pumas, del que junta la hacienda, del que trajina de sol a sol las picadas, del que esquila, del peón recorredor para todo servicio, del que atiende la cocina para que yante la comparsa, del que sufre los inviernos y el azote del viento incesante, del que aguanta los calores calcinante de los veranos.

Esos hombres y mujeres de la estepa patagónica que nunca bajan los brazos ni se cansan de esperar, que pocas veces bajan a los centros poblados, que escuchan en la radio los mensajes al peón rural, que en el fogón asan un costillar de capón, que se levantan con el alba cuando el sol ensangrentado tiñe de rojos primores los jarillales, tan humildes como su gente.

Nadie se puede imaginar lo que es la vida en los puestos rurales, donde todo se repite igual: los días y las noches, el acarreo del agua, atender las majadas, las estaciones indiferentes, la caballada, el balar de las chivas, los cueros sobre las camas, el ladrido de los perros anunciando al forastero que llega, la hospitalidad del paisano para recibir las visitas, la vida que transcurre como el agua en los cañadones cuando llueve.

Los hombres y las mujeres que habitan la Patagonia saben mucho de prudencia. Saben de no reclamar con cortes de rutas ni otras tropelías de los puebleros, porque adivinan que todo será en vano e igual: las crisis recurrentes de los mercados, las plagas que diezman los pocos animales, las sequías prolongadas, los muchachos que emigran a las ciudades, las cenizas, la pobreza, el olvido y esa dignidad que sostienen a cualquier precio.

Todo es más difícil en el campo. No hay señales de teléfonos ni señales de fraternidad, ni gestos de hermandad, solamente los charlatanes ilustrados que en las campañas electorales bajan llenos de sonrisas y promesas que jamás cumplirán.

Esos hombres saben que antes en esta tierra generosas estaban los hombres de caballo, los que dejaron las improntas de su cultura en las piedras y las cuevas, los que armaban sus toldos de quillangos, los que respetaban a la naturaleza, por eso se sienten los continuadores de una estirpe que se fue pero que se perpetúa en sus gestos y en sus actitudes. ¡Cuánto olvido hay en sus ojos! ¡Cuánta riqueza hay en sus palabras! ¡Cuántos años de saberes en sus rostros adustos!

Los ojos del poeta Francisco Chacho Rossi los intuyó y sus versos resuenan en los oídos de los que saben oír:

“Están en el principio, como estaba/ el aire por el que uno iba/ y que después y siempre se volvía/ lejanías de parva y polvareda, o como estaba/ el otro aire, grande y hecho cielo/ lleno de sol, circunvalado/ por los cuatro horizontes que eran uno. / Estaban por la misma razón por las que estaba/ el fuego en los fogones, el olor/ a tierra húmeda en el trueno, el esplendor/ en la horas de la puesta. Si mirabas/ la lluvia venir atropellando montes, los veías. Si pensabas/ en el viento, los pensabas. / Eran un elemento más entre los otros/ elementos, otra fuerza entre todas/ las fuerzas naturales, En el principio/ de todos los principios, en el principio/ aquel que fue la infancia no creías/ que hubiera tierra que no fuera campo/ ni otros que no fueran ellos, los hombres de caballo”.

 

Jorge Castañeda

 

Escritor – Valcheta

 

Foto: Salvador Cambarieri

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