En la primera nota sobre el llamado “Caso Urquiola”, se difundió las condiciones de esclavitud y malos tratos que habría sufrido un chico huérfano, de 14 años, que cumplía tareas de peón en un campo cercano a Carmen de Patagones. El suceso ocurrió hacia fines de 1927 y el rápido proceso judicial posterior culminó con el sobreseimiento del presunto causante de los malos tratos, pero la triste historia quedó en el imaginario colectivo de los habitantes de esa ciudad austral bonaerense, transmitido por tradición oral de generación en generación.
El “Caso Urquiola” fue presentado por el semanario La Nueva Era, el más importante de los varios periódicos que se publicaban en ese tiempo en las ciudades de Carmen de Patagones y Viedma, con un extenso artículo en su edición del 24 de diciembre de 1927.
La descripción del estado penoso en que había sido hallado el chico, la reconstrucción de los hechos a través de la labor policial encabezada por el comisario Héctor Haedo, la declaración del vecino Andrés Vidart en cuya casa se había refugiado el menor después de zafar del cautiverio en lo de Urquiola, y por supuesto el relato de la propia víctima –Roberto Rodríguez- con detalles de los tormentos sufridos –decía que lo habían atado a un chañar con una gruesa cadena que le ceñía el cuello-, componían en su totalidad un relato sorprendente que generaba inmediato rechazo y fuerte condena social.
La Nueva Era (LNE) en su publicación inicial puntualizaba lo siguiente. “No puede admitirse bajo ningún sentido, que una criatura sea tratada en la forma que describe el menor Rodríguez. Si sus instintos eran malos, si tenía en su ‘yo’ una incorregible perversidad, Urquiola debió haber tomado las disposiciones necesarias para entregarlo, pero nunca imponerle los severos correctivos a que hacemos mención y que llegan a los límites de la tortura”.
Sobre el estado físico del joven Rodríguez, al momento de llegar a la comisaría de Patagones, LNE aseguraba –según el médico forense Atilio J. Otero- que su cuerpo presentaba “signos evidentes de los malos tratos recibidos y de los crudos castigos que se le infligían”, detallando que “su cuello está llagado a causa del roce de la cadena y en la espalda tiene una larga herida en período de cicatrización”.
La suma de estas expresiones conducía, indefectiblemente al repudio del accionar de Manuel Urquiola.
Pero el carácter de la noticia y la actitud del periódico comenzaron a cambiar a partir de los primeros días del mes de marzo de 1928. Un breve recuadro, titulado “El proceso contra Manuel Urquiola”, informaba que el juez de Bahía Blanca a cargo de la causa había dispuesto el sobreseimiento definitivo del acusado en cuanto al delito de privación ilegítima de la libertad, “por no estar previsto en ninguna disposición de la ley Penal, y declarándose incompetente para entender en el de lesiones leves, cuyo conocimiento compite a la justicia de paz”.
Tras esta novedad, que naturalmente caía como tremendo baldazo de agua fría sobre la comunidad de Patagones y Viedma sensibilizada por el caso, el autor de la nota (que muy probablemente fuese el director-propietario de la LNE, Mario Mateucci) opinaba al respecto.
Estas eran sus consideraciones, que vale leerlas y analizarlas palabra por palabra.
“El resultado de este asunto viene a demostrar que no ha revestido en ningún momento la magnificencia que la fantasía popular bordó a su alrededor, desde los primeros momentos. Nosotros censuramos el hecho en si, pero nunca nos solidarizamos en forma completa con la opinión de la mayoría que, fácil al impresionismo, creyó ver un gran delito y un mayor delincuente, en lo que no era más que un castigo –severamente exagerado, tal vez- contra un menor de conducta incorregible. Los hechos han venido a demostrar ampliamente esta afirmación”.
Veamos. ¿La “magnificencia” bordada por la “fantasía popular” no había sido quizás estimulada, en la primera nota de LNE sobre el suceso, con aquellos párrafos dedicados al análisis de la conducta del presunto responsable de los malos tratos donde se mencionaba “tipos morbosos que presentan los síntomas degenerativos de la especie”? ¿Acaso el periodista se olvidaba de la calificación de “crueles torturas” asignada a los daños sufridos por el menor Roberto Rodríguez, en aquella misma publicación? ¿Tampoco recordaba que, en aquella crónica del mes de diciembre de 1927, tejía la hipótesis de “la absoluta ignorancia” y la “total incapacidad mental que no ha permitido al autor (Urquiola) distinguir los límites de la corrección a que tenía derecho con el delito mismo ” (en referencia a las supuestas inconductas del chico que tenía bajo su guarda), pero concluía que ningún atenuante “no alcanza ni puede alcanzar para eximirlo de un castigo que puede servir de ejemplo vigorizante para que no se repitan estos dolorosos hechos”?
No, sin dudas que La Nueva Era, más bien su editor responsable, había asumido rápidamente una actitud meridianamente opuesta a la de su primera publicación. Ya de nada servían los dichos de la propia víctima (supuesta víctima, por efecto de la exageración popular, a esa altura de los acontecimientos) que, surgidos de “hábil interrogatorio” del comisario Haedo, dieran contenido a un macabro relato de malos tratos y tortura.
Por otra parte esa breve nota, de principios de marzo, daba por aceptable la insólita resolución judicial del sobreseimiento de Urquiola, sin recordar que unas pocas semanas antes desde las mismas páginas de LNE se le reclama a la Justicia que reaccionara con “un toque de atención para salvar de la desgracia a los tantos menores (bajo guarda o sin ella) que por ahí pululan”.
En definitiva: Urquiola ya no era culpable de nada y todo lo que había dicho sobre los vejámenes contra el chico eran puramente resultado de la imaginación exagerada de la gente.
El día 24 de marzo de 1928 el semanario de Patagones confirmó el fallo judicial sobre la absoluta inocencia de Urquiola, tanto en el ámbito Penal de Bahía Blanca (por inexistencia del delito de privación de la libertad en el caso de referencia) como en el de la Justicia de Paz de Patagones (que había analizado la cuestión de las lesiones sufridas por el menor, sin considerarlas graves y adjudicándolas a percances de la vida rural).
La exasperante conclusión del periodista era que “el sumario no es más que un episodio pasajero, común en la vida de los hombres, y del que ningún ciudadano está exento”. Y subrayaba que, por cierto, la formación del proceso no había afectado “el buen nombre y honor” de Urquiola.
Una semana después, como para dejar absolutamente zanjado el episodio y hechas las paces con el ganadero antes denunciado por actos salvajes y desquiciados, LNE le otorgó una página entera al caso, en forma de solicitada, con el amplio título de “Se hace luz sobre un sonado proceso”, donde el propio acusado brindaba sus explicaciones y se reproducía el lamentable fallo judicial.
El texto firmado por Urquiola (tal vez redactado por su hábil abogado defensor, Pascual Blasco Esterlich) contiene párrafos como el siguiente.
“Tuve la desgraciada ocurrencia de condolerme de un menor que saqué del asilo. Quise elevarlo de nivel igualándolo a nosotros (a él y su familia); pero sus perversidades ingénitas pudieron más que mis sanos sentimientos y el chico bueno que yo me imaginaba formar resultó de la más inconcebible maldad”.
Bien suelto de cuerpo seguía diciendo.
“Yo no conozco leyes, ni tengo más conocimiento que el de mi trabajo, y las primeras fugas del menor me parecieron de grave responsabilidad. Así fue que mientras hacía trámites para devolverlo al asilo (menciona que se los había encargado a su representante comercial en Bahía Blanca), resolví atarlo en forma segura, pero no en la forma cruel que se me atribuyó”.
El dictamen judicial fundamenta el sobreseimiento ya aludido, sobre la base del extenso escrito interpuesto por el defensor Blasco Esterlich. El letrado arrancaba calificando la denuncia de los malos tratos y vejámenes sufridos por Rodríguez como una “una versión (que) propalada con la vertiginosidad del rayo fue debidamente aumentada y corregida por la fantasía popular”. Añadía que durante la realización del sumario “la policía, fácil también al impresionismo, sugestionada tal vez por la misma fantasía que tenía sugestionado al pueblo, perdió la serenidad que debiera guiar todos sus actos para que cumpliera con imparcialidad y eficiencia sus funciones”.
En este punto el defensor de Urquiola planteaba su objeción formal al procedimiento de inspección ocular en el sitio de los hechos investigados, donde se tomó la foto que ilustra esta nota que muestra al comisario Haedo junto a la presunta víctima, al lado del chañar donde el chico habría estado encadenado. Del mismo modo Blasco Esterlich censuraba la estigmatización “con el sello de la cárcel, de un vecino dedicado por completo al trabajo, que honra y ennoblece.”
El alegato del defensor tiene un nudo importante en el párrafo donde se admite que Urquiola le pegó al menor Rodríguez, justificándolo como el castigo apropiado por un presunto abuso sexual contra una niña de corta edad, hija del ganadero.
“El castigo infligido por Urquiola a Rodríguez es la natura reacción de un padre que ve a su hija casi víctima de un atentado al honor por un chico que muestra sus instintos de bestia en sus tiernos 14 años” puntualiza primero, y agrega que la conducta del menor es propia de “degenerados de la naturaleza, hijos del pecado o de nadie, (que) llevan en su sangre bastarda el pecado mismo que los echó al mundo y pretenden contaminar con su precoz lujuria la inocencia de cuantos lo rodean”.
En ese mismo sentido el abogado ponía en duda el dictamen de un médico que, tras examinar al chico, había opinado que “es de sanos sentimientos, de buenas costumbres y de instintos educados”; porque para trazar ese tipo de diagnóstico no alcanza “con las demostraciones de candor durante una visita médica”.
De resultas de todas estas argumentaciones el “buen vecino” Urquiola no había hecho más que “cumplir con su deber de padre y jefe de familia”, al imponerle castigos “sólo leves” al “degenerado Roberto Rodriguez”.
El menor era, según el análisis del abogado defensor (de hecho compartido por la Justicia) un exponente claro de ejemplares humanos que “ausentes de conciencia, de mentalidad, de raciocinio, no conocen el agradecimiento que deben a quienes los sacaron del asilo, de la nada. Su psiquis es enfermiza, abúlica. Para ellos no hay más fin que satisfacer sus criminales apetitos de sensualidad, y a ese objeto no se detienen a pensar en el crimen que pudieran cometer”.
La grosera diatriba de Blasco Esterlich contra el menor se completaba diciendo que “afortunadamente a Rodríguez faltóle oportunidad porque llegó a ser descubierto antes de cometer el delito y de a ahí su castigo”.
Solamente le restaba agregar que Urquiola debía ser condecorado como adalid de la justicia (por mano propia y dudoso criterio) y que la comunidad de Patagones tenía la obligación de rendirle homenaje imponiendo su nombre a un paseo público destinado a la infancia.
Por supuesto que para entonces el ganadero ya había recuperado su libertad, sin perjuicio de su buen nombre y honor. En tanto el joven Rodríguez volvería al asilo del Patronato de Menores de Bahía Blanca, de donde salió al cumplir los 18 años.
Don José Fulgencio Goyenola, recordado vecino de Patagones, le dijo a este cronista –durante una charla en el año 2010- que “el chico entró a trabajar en un bar de Bahía Blanca como mozo y una vez le contó su historia a una persona de acá, y le mostró la cicatriz en el cuello que le había dejado la cadena”.
Como ya se ha dicho el caso quedó en la memoria de la gente. Don Francisco ‘Coro’ Ferría, que falleció cerca de los 100 años, lo recordaba también y se refería con un versito popular –“Segurola, segurola,como lo de Urquiola” en irónica referencia al vuelco imprevisible que había dado la investigación inicial.
¿Hubo una pésima actuación sumarial de la policía, que condujo a la construcción de un relato alejado de la realidad?; ¿Tal vez la esclavitud del chico fue verdadera, pero hubo presiones sobre la justicia bahiense para dar por ciertas las argumentaciones de la defensa?
Estas preguntas no pueden responderse a 90 años de los hechos. Las interpretaciones iniciales del periodista anónimo de La Nueva Era (muy probablemente Mario Mateucci, de extracción política conservadora) aparecen en claro contraste con las del abogado Blasco Esterlich y su demonización del menor atado con una cadena, que son aceptadas por el juez Domingo Grecco al dictar el sobreseimiento de Manuel Urquiola.
En el campo argentino, en aquellos tiempos, un peoncito huérfano sacado del asilo para ser “protegido” por su patrón siempre era culpable –sin juicio ni análisis de su caso-porque su mayor culpa era la de ser pobre y no tener familia. Las cadenas que ataban a Roberto Rodríguez a un chañar eran las que imponía una sociedad conservadora, injusta y excluyente, en la que los que ricos siempre tenían razón.
Por Carlos Espinosa, periodista de Viedma y Patagones y recopilador de hechos históricos de la Patagonia
Publicado por APP NOTICIAS (Viedma)