Las viejas planchas. Se han perdido en el tiempo y hoy son piezas de algún museo

 

“Ella escoge a la tarde para planchar, y escoge, frente a las anchas puertas abiertas que desnudan el paisaje campestre el sitio para tallar con la superficie del hierro ardiente los tejidos de lino”.

“Abre la boca del carbón en brasa y sopla adentro con aliento de nube. El fantasma brota y huye diseminándose en el ambiente hasta volverse invisible”.

“Allá, en la cuna el bebé sonríe emocionado, quiere ver otro fantasma surgir desde la celda de la plancha de carbón”.

Este hermoso texto del escritor Melquíades  San Juan nos llena de nostalgia y nos transporta a un pasado donde, se suele decir, todo fue mejor y más feliz a pesar de las carencias cotidianas.

Las viejas planchas se han perdido en el tiempo y hoy son ya piezas de algún museo. La modernidad las ha abandonado a alguna vitrina para exhibirlas ante los ojos de los visitantes más jóvenes.

Yo recuerdo a mi madre cuando me sabía planchar amorosamente la ropa con una planchita de hierro que solía alentar sobre la plancha de la cocina económica. Eso cuando la raya de los pantalones cortaba hasta el aire. Y recuerdo el trabajo paciente cuando planchaba raya por raya la bombacha bataraza plegada de mis tíos.

Y esa planchita que ahora forma parte de mi colección todavía tiene un hermoso posa plancha donde se estaciona después de cada faena.

Noble oficio era el de las planchadoras y tal vez la más famosa de todas: doña Berthe Gardés, la querida madrecita del Zorzal Criollo cuyo letrero rezaba: Berthe Gardés: Planchadora de París. ¡Casi nada!!

Por supuesto que los memoriosos que peinan canas saben que había de varios tipos y modelos antes de aparecer las modernas planchas eléctricas.

Estaban esas que funcionaban a carbón que glosaba Melquíades San Juan, las de hierro y luego las de a gas, toda una novedad.

Como digresión acotamos que a principios del siglo pasado era costumbre entre los parroquianos pobres, casi todos extranjeros, en esas hoy pintorescas casas de inquilinato llamadas conventillos, poner los pantalones no colgados de una percha sino debajo del colchón para que mantengan como planchados.

Y haciendo un poco de historia podemos acotar que este noble oficio en la época colonial era casi exclusivo de las morenas.

El gran poeta Manuel del Cabral en su poema Pulula dice: “Negra Pulula, que bien/ que planchas la ropa ajena. ¡Cuándo plancharás tu cara/ mapa de penas!!

Siempre está presente en mí el recuerdo de la hermana Verónica de Haup que en Bahía Blanca sabía lavar y planchar mi ropa. Toda vive rodeada del afecto de su familia.

Y por supuesto esta crónica está dedicada a mi querida madre.

Mamá planchando la ropa/ después del cotidiano trajín/ la mía y la de mi hermano/ y la de mi padre albañil. ¡Qué tiempos aquellos/ donde sin saberlo fui feliz!!

Texto: Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

 

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