Las viejas estaciones de trenes tienen una magia difícil de olvidar sobre todo para los que ya contamos con algunos años y peinamos canas.
Cuando era niño y viajaba con mis padres desde Bahía Blanca hasta Valcheta (nunca pudieron olvidar a su pueblo) en los famosos y siempre recordados trenes de los Ferrocarriles del Estado, las paradas obligadas en las estaciones para mis ojos eran una verdadera fiesta.
Me atraían los pasajeros que bajaban y subían en cada una de ellas; los vendedores ambulantes tan pintorescos que voceaban y ofrecían su mercadería para nuestra delicia: frutas, comestibles y artesanías típicas de cada lugar; los letreros con los nombres de cada pueblo o ciudad; los mingitorios; las casas de durmientes de los ferroviarios; la maravillosa arquitectura de las estaciones; la campana que anunciaba la continuación del viaje y después –siempre del lado de la ventanilla- otra vez el paisaje que cambiaba de la pampa húmeda a la estepa de la Patagonia. Todo era un descubrimiento.
El momento más esperado de la travesía era el paso del tren sobre el imponente río Negro, donde teníamos la costumbre de tirar moneditas a las aguas.
Nunca olvidaré aquellos salones comedores con la hermosa vajilla que lucían y tampoco el paso vigilante del inspector que nos pedía los boletos para perforarlos con su habitual pericia.
El mozo que recorría con sándwiches, bebidas y café los vagones ofreciendo su mercadería pero que nuestros padres muchas veces ignoraban a pesar de nuestro deseo.
Sabíamos que la parada más larga era en la estación de San Antonio Oeste que aprovechábamos para comprar algo y estirar las piernas por las calles del entonces pueblo, pero siempre atentos al pitido de la máquina que ya anunciaba otra vez su partida después de las maniobras requeridas.
Yo miraba con suma atención la carga y descarga de mercaderías que atareaba a los changadores, esos empleados del riel que lo dieron todo por su trabajo.
A veces, ya adolescente, cuando venía a Valcheta para las vacaciones con otros estudiantes teníamos que llegar a la estación corriendo porque si no el tren nos dejaba en San Antonio, lo que era todo un problema.
Ha quedado en mi memoria la vieja estación de San Antonio, tan distinta de la estación del Sur en Bahía Blanca y las modestas pero hermosas estaciones construidas por los ingleses a lo largo de toda la Línea Sur. (Algunas de ellas se encuentran todavía impecables, como una postal de otros tiempos, ejemplo la de Valcheta.
Luego vinieron los años aciagos y se cerraron varios ramales y en muchas partes del país del tren quedaron las lágrimas y los recuerdos.
El cierre de los talleres de COMSAL causó mucho dolor en toda la población. José Juan Sánchez recuerda el hecho en este maravilloso poema de su autoría: “Adiós al ferrocarril”:
“La angustia se apretaba en el alambre/ tal vez llovía o más bien lloraba. / Recuerdo las cadenas y candados, / dolor absurdo, manos apretadas, / preguntas en los labios de las gente, / silencios penetrantes como el agua. / Con realismo brutal muestra la aurora/ ese portón cerrado con las trancas. / ¿Era acaso un mal sueño de la noche / que repite burlona la mañana? / ¿Comprenderá alguna vez la gente obrera/ la razón sin razón de los que mandan? / Helados gritos, ya parió el asombro, / palidecieron rostros de la rabia. / El odio se hizo crisis lentamente, / entonces la palabra dijo ¡Basta! / ¿Qué viento se llevó nuestros talleres? / ¿Qué aire cipayo permitió la infamia? / El principio del fin para los trenes, / un oscuro crespón para la Patria”.
Texto: Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta
Foto: InformativoHoy