La increíble rubia de la Tercera Bajada. “La silueta de la mujer sentada se clavó en mis retinas”

 

Don Doroteo Prieto es un escritor radicado en el balneario Las Grutas hace muchos años. Tiene una pluma muy amena y muchos de sus poemas han sido musicalizados y tienen forma de canción. Sus libros tienen un gran atractivo. Don Teo me honra con su amistad.

Su libro “Gruterías” es imperdible y mantiene la atención del lector por largas horas. Cada relato atrapa con una magia sin igual. Así son los buenos textos.

En uno de ellos: “La increíble rubia de la tercera” cuenta una historia que nos hace volar la imaginación. Si usted, o yo, querido lector, anda por la Tercera Bajada y se la llega a encontrar no se asuste por favor.

“La mejor manera de llegar a Las Grutas, sin duda es hacer desde la ruta 3, por el acceso Oeste. Por allí volví hace ya bastante tiempo: el imprescindible para seguir asombrándome con el Golfo Azul y su agua cálida y el necesario para no ser un desconocido entre pulperos, pescadores, albañiles y artesanos”.

“Ese mismo acceso Oeste se convierte en la calle Ingeniero Jacobacci y finalmente como entrando en confianza, en la Tercera Bajada que es casi un tobogán de cemento hecho a propósito para empujar cosas al mar o para sacarlas de él”.

“En realidad, la Tercera Bajada viene creciendo desde lejos, pareciera que desde el desierto mismo y cuando la marea está alta se clava en el mar como un suicidio, como una puñalada de cemento o como una secreta ruta hacia la Atlántida”.

“Los turistas, no todos, pero hay algunos, que suelen mirar las cosas de manera diferente, quizás porque desconocen algunas circunstancias o porque se quedan con la superficialidad de lo inmediato: tienen predisposición y curiosidad en la mirada; en mi caso le suelo agregar cuotitas de imaginación y chifladura”.

“Aquella tarde el mar se había estirado, ancho y redondo como un bostezo azul, el sol se distanciaba hacia el Oeste, mis ojos miraban, mi imaginación veía”.

“Contra el murallón blanco, la silueta de la mujer sentada se clavó en mis retinas y mi vieja chifladura se entusiasmó con ella”.

A pesar de la silla de ruedas y del empecinado pareo cubriendo siempre las piernas, me pareció de una esbeltez y de una belleza intrigante, entre solemne, sublime y misteriosa”.

“La cascada tenue de su pelo rubio se me antojó el complemento contradictorio e imprescindible para el paisaje de Las Grutas; es más: Las Grutas me pareció el cuadro y ella el motivo”.

“A la tarde siguiente otra vez la vi, y nuevamente me sacudió la magia de su presencia; era en realidad bonita, irradiaba un indefinible misterio de paz y de antigua lejanía, de quieta y complaciente seguridad en sí misma, de insinuante fogosidad, y de fogosa lozanía. Mil adjetivos no la hubiesen definido, tampoco a mí se me hubieran ocurrido”.

“Me acerqué y al encanto del entorno se agregó la magia del recíproco interés; con mi imaginación la miré como se mira a una ilusión, ella con sus ojos claros me dijo descaradamente que yo le gustaba. También me contó una descabellada historia de la comarca del Golfo Azul y de sus antepasados, que fueron antepasados de los puelches y descendientes de aquellos ignotos caballeros, de la tez pálida, de la Orden de la Temple, o Templarios, y que habitaron el Fuerte, al Sur de Las Grutas, venerando y custodiando el Santo Grial”.

“Preferí no creerle, nunca entendí eso de los Templarios y de sus crípticas historias de cruzados huyendo por el mar. A ella no le importó; siguió contándome historias con el silencio de su mirada, y no se dio cuenta, que yo me di cuenta que con los ojos no se habla ni se conversa sin usar los labios y mucho menos cuando se asegura que los puelches pudieran ser descendientes de antiguos defensores de la Cruz y de la fe, y que además fuesen rubios y de ojos claros”.

“Al tercer día la volví a encontrar, siempre en la Tercera; en realidad encontrarse con alguien en Las Grutas sin estar previamente citado, es casi tan común como inevitable”.

“Imaginariamente y con mi chifladura en ristre le pregunté el porqué de su presencia reiterándose siempre en la Tercera; me dijo algo como que: la playa de las Grutas era el límite de dos mundos posibles, “el tuyo y el mío y por la Tercera se accede a los dos y yo a los dos pertenezco”. No entendí nada, ella lo supo y le importó tal vez menos de lo que le importa una inundación a una ostra”.

“Al inaudible diálogo de las miradas, mi enferma fantasía le agregó imaginerías imposibles y en la visión de algún sueño marino la inmiscuí disimuladamente en un universo subacuático de toninas, sirenas y delfines”.

“Cuando estuvimos solos aquella tarde, a pesar del calor y de la pasión del amor improvisado, un frescor resbaloso y extraño con mucho de mar y un no sé qué de escamas me sorprendió debajo del pareo. Y mi piel, sorprendida y feliz, fue feliz”.

 “Me pidió con la voz elocuente de sus ojos verdes que la abrazara, pero el amor se nos escapaba, como resbalándose debajo del pareo… Nos quedamos charlando, ella con su mirada inmensa y yo con mi imaginación demente; me pidió que aguardásemos juntos la pleamar, insistió que era importante, y así lo hicimos. Aquel era día de pleamar extraordinaria, casi diez metros…”

Contemplamos el repetido y mágico espectáculo del mar, devorándose primero las restingas, luego la playa y finalmente cuando el agua intentó besar la barranca, me pidió que la ayudara con su silla de ruedas”.

“Bajamos juntos el tobogán de la Tercera, casi en el final insistió en que la impulsara, y lo hice, irresponsablemente consciente; y la silla tomó velocidad, luego se varó en la arena y ella se incrustó en las olas. Lo hizo con la lentitud de lo inapelable y la segura certeza de lo irreversible. Ahí vi lo que no había querido ver: no tenía piernas, tenía nada más que cola de pez… Su pelo rubio se iluminó de mar y sus ojos verdes me regalaron un adiós- inmenso de amor y sufrimiento”.

“-Tal vez tengamos un hijo- me gritó con la mirada”.

“No creo… le contesté con la imaginación”.

“Subí lentamente por la Tercera, un insondable misterio me acompañaba y se me pegaba a la piel”.

“Dejé abandonada en la playa la silla de ruedas; sólo me traje el pareo, aún lo conservo en una de las paredes de mi escritorio, tiene un suave olor a mar y algunas escamas adheridas a la fibra”.

Hasta aquí el cuento de don Teo. Transcribo sus palabras: “¿Para qué la aridez del esforzado razonamiento científico, si la vieja fantasía es tan amigable y está tan próxima?

Y yo pregunto ¿Acaso Ulises –según Homero, no escucho el canto de las  sirenas en el Egeo?

Texto: Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

 

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