Guapos eran aquellos. Los duelos criollos, con la mirada de un escritor rionegrino

 

Mi amigo Daniel Lorca sabe escribir relatos sobre este querido pueblo nuestro: Valcheta. Duelos criollos siempre han habido. Ya los glosaba Jorge Luis Borges en sus “Milongas para las seis cuerdas” y otro textos. Nuestra zona no podía estar ausente de estos desafíos. José Hernández en su Martín Fierro ya los contaba en amenas sextinas. En fin, al decir de Borges: “Los años no dejan ver el entrevero y el brillo”.

Ocurrió a fines de los ’60, en el poblado de Las Valchitas, época en que todavía existían malevos de cuchillos calzar y cualquier discusión, por trivial que pareciera, podía ser motivo de demostración de guapeza; de quién era el más macho, y de dejar marcado el territorio con tinta indeleble, siendo el rojo de la sangre el más contundente  como para amedrentar al más osado.

Por supuesto que incursionar por determinados barrios a altas horas de la noche, era cosa de tipos temerarios, o bien ágiles de reflejos y extremidades inferiores para poner pies en polvorosa en situaciones comprometidas.

Estaba claro que para ir desde el centro a los suburbios en busca de algún levante, si esa mina era pretendida  o “protegida” por el malevo del barrio, había que tener el cuero bien duro o el visto bueno del matón .de la esquina para semejante intento. Incluso hubo por aquellos tiempos un bar donde se hacían bailongos los fines de semana, sugestivamente llamado “El último lance”, nombre elocuente si los hay, aunque lo más notorio es que se aseguraba que allí había que entrar con dos puñaladas de ventaja para tener alguna chance de levantar algo y sobrevivir al intento de dar rienda suelta al primigenio instinto de reproducción de la especie.  

 Por esos tiempos cada barrio estaba controlado  por algún  perdonavidas que generalmente estaba acompañado por uno o varios  alcahuetes, especie de aprendices de la bravuconada y aspirantes, tal vez, a suceder en esos dominios al matón, en el extremo caso de  que éste resultara no ser inmortal ni invencible, y cayera en uno de los tantos entreveros en los que necesariamente se veía envuelto.  

 El bar “El trasandino” era uno de esos lugares que solían colmarse los sábados de baile. También allí se celebraba “la fiesta de los chilenos”-día de la independencia precisamente de los de allende Los Andes-, oportunidad en que,  además de las consabidas empanadas jugosas, sabrosas y picantes que la dueña del bar preparaba, la fiesta se transformaba en una  verdadera bacanal, donde,  inevitablemente, al influjo del alcohol, más de uno terminaba en el hospital dando trabajo al bisturí, aguja e hilo del tan experto como resignado a esas consecuencias, benemérito doctor en medicina  y director del hospital de aquellos tiempos.  

El bar en cuestión ha sido testigo de numerosas trifulcas  para aclarar quién era el más macho en aquello de empinarse la caña fuerte o ginebra,  del levante con las minas o, simplemente, de  las bravuconadas, que eran ingrediente vital en esos compadritos de baja estofa de los suburbios de Las Valchitas   

Cuentan los memoriosos que el más recordado entrevero del poblado ocurrió precisamente en “El trasandino”. Fue una noche de copas, como tantas otras. Una copa trajo otra, y la otra copa las palabras. Sabido es que la gente ruda de las orillas poco entiende de las palabras, de buenos modos, de gentileza; como también es archisabido que el alcohol suele prestar a las personas parcas y tímidas el valor suficiente para querer hacer sentir la hombría, la guapeza, el coraje de que se puede hacer gala ante los demás, varias copas mediante, cosa que en circunstancias normales ni remotamente exhibirían.

El caso fue que en la barra, entre trago y trago, uno de los dos hizo mención a .algún entredicho menor mantenido en la fábrica ese mismo día. –Recuerdan también  que Sotalo, ejemplar de una estirpe de cuchilleros e hijo del dueño de la pequeña fábrica, y Coñueque, peón del establecimiento, habían tenido una relación casi familiar en la que el indígena probablemente hasta lo había llevado en brazos a su ocasional contendiente siendo éste niño. ¿Le recordaría esto el aborigen? ¿Lo habrá tratado de “pendejo”, como para humillarlo, en la discusión? Han pasado más de treinta años y son imposibles tales precisiones.   

Dicen algunos que le escucharon decir a Sotalo: “Te ‘via cocer a puñaladas, negro jetón” y Coñueque le contestaría: “Venite, venite que yo te ‘via esperar con un aspa  ‘e chivo, seguro…”   

  • ¡Eh, indio cagón, salí p’ajuera si sos macho…!
  • ¡Qué no ’via salir, venite, compadrito, yo te ‘via enseñar…!

    No hubo aprontes. No hubo fintas ni cálculo alguno. Todo fue neto, brutal,   salvaje. El odio pudo más y los dos jugaron ese juego macabro de la inmortalidad, inconscientes hasta la inocencia. El patio cercado de tupidos tamariscos fue testigo de tamaña osadía. Un fugaz brillo de los Eskilstuna  en la semipenumbra. Un quejido y un grito salvaje. El cuchillo de Sotalo se había clavado, letal, inapelable, en el abdomen del oponente y los ocasionales parroquianos vieron arquearse lentamente y caer inerte el cuerpo de Coñueque.Una  sola puñalada parecía llevarse la vida del indígena, que había osado enfrentar el linaje de los Sotalo,  y ahora yacía en el suelo pagando cara su temeridad.

    Sotalo estuvo erguido un instante, pero inmediatamente comprendieron que el desaforado grito había salido de su boca..  ¡ Me cortó, che…Me cortó!, se le escuchó decir. El facón de Coñueque le había cortado la arteria femoral y se estaba desangrando. Rápidamente lo alzaron y salieron corriendo con él en andas en dirección al hospital, que quedaba de allí unas tres cuadras.

  • ¡Aguantá…Aguantá,!,  le decían mientras corrían con él desesperadamente.
  •  
  • ¡ Me duele, che. Me duele, carajo…!  ¡¡No aguanto, che…No doy más…No doy más…No doy…
  • Y la voz de Sotalo se iba apagando tan lentamente como su vida. Fue inútil todo: el guapo había derramado  demasiada sangre para cuando llegaron al hospital. Había perdido en el macabro juego de la inmortalidad, y una familia quedaba totalmente desprotegida.

    ¿Coñueque…?: Cuando llegó la policía al lugar del duelo, el paisano yacía muerto. Pero  no con la única y certera puñalada en el abdomen que los mirones vieran como le penetrara en la pelea: Su cuerpo presentaba siete cuchilladas mortales…

    Había tenido la audacia de enfrentar no tan solo al guapo, sino a toda una estirpe de malevos y esa prosapia gravó en el cuerpo del indio la señal de escarmiento para quienes osen meterse con La Familia.

    Dicen que, desde entonces, en los tamariscales de esa calle sobrevuelan ánimas.

    Fantasmas, dicen algunos. Almas en pena, dicen los parroquianos del bar entre copa y copa.

    Daniel Lorca (Valcheta)

 

Sobrino nieto del escritor español Federico García Lorca 

Jorge Castañeda

         Escritor de Valcheta

 

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