El delicado oficio de contar historias. ¿Somos veraces cuando abordamos algún tema?

¿Y de algunos periodistas que me cuentan?

Con relación al oficio de informar, un verdadero arte, supo escribir Tucídides, quien fue un destacado ciudadano que vivió durante el llamado Siglo de Oro de Pericles lo siguiente:

“En cuanto a los hechos acaecidos en el curso de los acontecimientos, he considerado que no era conveniente relatarlos a partir de la primera información que caía en mis manos, ni como a mí me parecía, sino escribiendo sobre aquellos que yo mismo he presenciado o que, cuando otros me han informado, he investigado caso por caso, con toda la exactitud posible. La investigación ha sido laboriosa porque los testigos no han dado las mismas versiones de los mismos hechos, según las simpatías por unos o por otros o según la memoria de cada uno”.

El gran escritor Albert Camus en una frase para pensar aseveró que “estos hechos parecerán a muchos naturales y a otros, por el contrario, inverosímiles. Pero, después de todo, un cronista no puede tener en cuenta esas contradicciones. Su misión es únicamente decir: “Esto pasó”, cuando sabe que pasó en efecto, que interesó la vida de todo un pueblo y que por lo tanto hay miles de testigos que en el fondo de su corazón sabrán estimar la verdad de lo que se dice”.

Mi amigo, el escritor de Río Colorado, Ramón Minieri, en su ameno libro “Los nombres de la hierba”, reproduce una brillante historia sobre el tema de esta nota.

Escribe Ramón que “estando en prisión, Sir Walter Raleigh, se dedicaba a escribir el segundo volumen de su “Historia del Mundo”. Cierto día apoyado en el alféizar de la ventana, reflexionaba sobre los deberes del historiador con la humanidad, cuando llamó su atención un disturbio en el patio bajo su celda”.

“Al otro día un amigo íntimo visitó al ilustre preso y éste le relató la pelea que había presenciado y su desenlace. Recordaba que un hombre había golpeado a otro, de quién por su vestimenta supuso que era un oficial: éste a su vez tomó su espada y atravesó el cuerpo del agresor. Ya herido, el primero dio un golpe de bastón al oficial y luego cayó sobre el pavimento. Entonces, vino la guardia, se llevó al oficial desvanecido y luego el cadáver del caído”.

“Para su asombro, su amigo sostuvo que todo el relato era inexacto. El supuesto oficial no era tal, sino un sirviente del embajador español; era él quien había dado el primer golpe y no había tomado su espada, sino que el otro se la había arrebatado de su costado y había sido quien hirió de muerte al hispano antes de que nadie pudiera intervenir. Luego, un desconocido que estaba entre los circunstantes golpeó al matador con su bastón y otros servidores del diplomático se llevaron el cadáver. Añadió el amigo de Raleigh que el gobierno había dispuesto el arresto y juicio inmediato del asesino, puesto que su víctima era un miembro destacado del séquito del embajador extranjero”.

”Disculpa, dijo Raleigh, pero insisto en mi relato; fui testigo ocular de lo que sucedió bajo mi ventana; el hombre cayó ahí donde se ve una piedra que sobresale del pavimento”.

“Mi querido Raleigh” replicó el amigo, yo estaba sentado en esa piedra donde tuvo lugar el incidente y recibí este rasguño en la mejilla al quitarle la espada al asesino; bajo mi palabra de honor has sido desmentido en todos los detalles”.

Cuando sir Walter se quedó solo, tomó en sus manos el cartapacio del segundo tomo de su Historia y mirándolo pensó: “Si no puedo confiar en lo que recordaba haber visto yo mismo, como puedo estar seguro de sucesos que acaecieron siglos antes de que yo naciera”.

Y arrojó el manuscrito al fuego. Esto lo cuenta S. Baring Gould. Dice haber tomado la anécdota del Journal de París, Mayo de 1787. Pero señala que no se sabe de dónde la obtuvo el Journal. Quizá se trate de otro capricho de la memoria.

Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

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