Una tumba misteriosa en el pequeño cementerio rural de Clemente Onelli, paraje de la Línea Sur rionegrina. Una mujer que viaja, sola, muchos miles de kilómetros desde Austria a la Patagonia para rescatar fragmentos de la historia de su padre y tratar de comprender los silencios de su propia madre.
Un policía retirado que 60 años más tarde se encuentra, frente a frente, con la hija de aquel hombre cuyo cadáver “NN” vistió con su mejor camisa para darle piadosa sepultura. La sombra ominosa de los científicos y técnicos nazis refugiados en nuestro país, después de la segunda guerra mundial.
Todos estos datos están reunidos en este relato, que comienza el 15 de febrero
de 1953, cerca de las 23,15, en el interior de un tren que volvía de Bariloche
a Plaza Constitución, cuando un pasajero muere de un infarto en el pasillo de
uno de los coches dormitorio. El hombre volvía de unas vacaciones familiares en
la cordillera, acompañado de su esposa y sus pequeños hijos, un varón de 10
años y una niña de cinco.
Poco después de la súbita muerte, que sorprendió al pasajero en ropa interior
unos minutos antes de meterse en la cucheta, el convoy arribó a la estación de
Onelli. Allí la orden del guarda fue terminante: “hay que bajar el cuerpo, el
tren no se puede detener más de tres minutos”.
En el reducido apeadero se encontraban el jefe ferroviario; el encargado de la estafeta del pueblo, Selem Chaina; y el responsable de guardia del destacamento policial, el agente José María Cumilaf. Este joven policía del Territorio se hizo cargo del cuerpo y con la colaboración de otro agente y de algunos vecinos lo trasladó a la modesta dependencia. El cadáver, apenas vestido con un short corto, no presentaba ningún signo de violencia y decidieron enterrarlo cuanto antes, dado que temían una rápida putrefacción. Un vecino construyó el cajón y a la mañana siguiente, sin ceremonia alguna, lo sepultaron en el modesto cementerio. Como no sabían su nombre le colocaron una rústica cruz con la inscripción “NN” y dieron por terminada la tarea.
Un par de días después doña Eduarda Hernández de Chaina, responsable del
Registro Civil del pueblo, recibió los datos de filiación del occiso: Wilhelm
Engelhardt, alemán, nacido el 5 de abril de 1909 en Nüremberg, con domicilio en
la calle Dorrego 1910, de la localidad de Olivos, provincia de Buenos Aires.
Con estos datos se extendió el acta de defunción, acompañada con la
certificación del médico Jorge Marcelo David que viajaba en el mismo tren y
había constatado el fallecimiento “de un infarto de miocardio, en presencia del
abajo firmante”.
Pasarían
algunos meses y tal vez un año hasta que don Federico Dominick, un inmigrante
alemán radicado en el pueblo desde varias décadas antes, recibió una suma de
dinero para hacer construir la tumba y colocar la lápida sobre el mísero
enterratorio.
Desde algún
paraje de la zona llegaron piedras de coloración rojiza y tal vez de Buenos
Aires una placa de chapa, prolijamente grabada, que desde entonces identifican
el sitio del descanso final y al accidentado viajero.
El paso del
tiempo y los rigores ásperos del clima no pudieron arruinar el túmulo, pero
algunos de los escasos testigos del episodio se alejaron de Onelli, otros
fallecieron y el olvido fue ganándole a las memorias de fogón y cocina.
Una mujer
rubia, muy comunicativa y animada por una enorme dosis de curiosidad, llegó
hace pocos días a Onelli, en un auto contratado con chofer. Habló con varios de
sus habitantes, incluyendo descendientes de la familia Chaina, para reconstruir
la mayor cantidad de datos de los sucesos de aquellos días de febrero de 1953
y, naturalmente, le dedicó gran parte de su visita al silencio y los sollozos
al pie de la tumba misteriosa. Esa mujer se llama Kristin Engelhardt y voló
casi 13 mil kilómetros, desde Viena a Bariloche; pasó por Esquel, y finalmente
recorrió la ruta 23 desde la cordillera hacia Viedma, tras los rastros del
viaje final de su padre.
Su objetivo es armar las piezas de un doloroso rompecabezas. “Recién a los 40 años (ahora tiene 65) empecé a preguntarme por la muerte de mi padre, que era un recuerdo borroso, sepultado por el silencio de mi madre” le contó a este cronista. “Ella intentó justificarse como que la Marina se iba a ocupar de traer el cuerpo para enterrarlo en Buenos Aires, pero la verdad es que quedó allá en ese lugar tan alejado y nunca se habló del tema; hasta unos pocos años antes de su muerte, en el 2008, cuando yo había logrado enterarme de algunos detalles de la vida de mi padre en la Argentina a través de Lother Herold, otro alemán, muy conocido por su actividad como andinista” agregó.
Kristin
afirma que su progenitor “era ingeniero en radiotelegrafía y tuvo grado militar
y afiliación al partido nazi, pero no era un criminal de guerra; llegó a la
Argentina en 1949, trabajó en la Marina, en la fábrica Siemens (de capitales
alemanes) y daba clase en la Universidad de La Plata”.
En Viedma,
que fue el punto final de su itinerario patagónico la mujer tuvo un emotivo
encuentro con el sargento de policía retirado Cumilaf, quien con sus lúcidos 83
años revivió con precisión aquella noche de hace seis décadas y el entierro
posterior. “El hombre estaba con el torso desnudo y pensé que así no lo
podíamos meter en el ataúd, entonces le puse una camisa blanca, de seda, que
había comprado acá en la tienda La Piedad, porque me pareció que era lo mínimo
que podía hacer por el difunto” recordó, con respetuosa memoria.
Kristin tomó fotos y prolijos apuntes, es periodista (tiene una agencia de
prensa institucional en Viena) y promete reunir toda la historia recuperada en
un libro bilingüe para el que ya tiene título, en su versión en español.
“Se llamará
‘Arroz con leche’ porque de aquellos años de infancia aquí me quedó el recuerdo
imborrable de ese delicioso postre” aseguró, feliz pero con los ojos
enrojecidos por el llanto.
Carlos Espinosa, periodista de Carmen de Patagones y Viedma
Nota publicada el 20 de enero de 2013 en el diario Río Negro