Morir en la Meseta de Somuncurá, uno de los lugares inhóspitos de la geografía rionegrina

 

Es fácil para los que me dicen que me tengo que venir a vivir al pueblo. Pobres. Nunca entenderán nada.

Claro, ellos son jóvenes y el campo mucho no les gusta. Pero uno a estos años no está para cambiarse de querencia para irse a morir a un lugar extraño y ajeno, por más que tenga más comodidades o lujos y que allá todo sea distinto como ellos dicen, con internet, señal de telefonía celular, televisión por cable o Direct TV, energía eléctrica, gas natural y todas esas yerbas.

Yo nací en estos lugares inhóspitos que algunos denominan perdidos de la mano de Dios. Aquí aprendí a jugar con la chivada, a cuidar hacienda, no digo a juntar leña porque en la meseta de Somuncurá no hay, ni tampoco ir a la escuela porque en aquellos tiempos ni hablar de esas cosas de puebleros. El cielo y las huellas del campo supieron ser mi cuaderno, el viento inclemente hacer a veces de maestro y el silencio de amigo permanente para matar las horas que a veces sobran en estos parajes olvidados.

Y con el tiempo aprendí el duro oficio de criancero que ahora le llaman pequeño productor. De perseguir al zorro colorado, de aguantar los inviernos crudos de la meseta con nevadas inclementes y muchos grados bajo cero, de pelearle a la sequía sabiendo que en ese batalla desigual siempre es uno el que pierde, de cuidar los poquitos animales, de hacer la esquila a tijera para ahorrar algunos pesos y después mantener malamente a los hijos que cuando crecen se van para el pueblo y nunca regresan al campo. Vamos quedando pocos y es una lástima ver tantos puestos abandonados y sin animales.

Para ellos es fácil pero yo no me iré de mi campo. Es mi pedazo de tierra y tiene muchos recuerdos. La libertad de levantarme temprano con el sol y ensillar el caballo para recorrer los alambrados, el aroma de las tortas fritas y del asado de capón dorándose en el fogón, la época de parición y el campo que después se poblará de flores y de verdor si el año viene bueno, el ruido del agua que corre en los cañadones cuando llueve, el cielo del Sur que en algunas noches se puede tocar con las manos, el ladrido de los perros cuando viene algún forastero, el viento que es como un compañero silencioso y alborotado, los pájaros que al amanecer se levantan con el día . Tantas cosas tiene mi campo que yo no lo cambio por nada.

Sabía que este año el invierno se presentaría bravo. Con temperaturas muy bajas y fuertes nevadas.

Ellos querían llevarme para el pueblo. Y yo no quise. Hoy la nieve en el puesto tiene casi un metro de altura y hace mucho frío.

Para colmo de males estoy tosiendo mucho y ni remedios tengo a mano salvo algunos pocos genioles. Es que a mis años los achaques se sienten mucho.

Pero pienso que hice bien. Para qué irme a morir a un lugar que no es el mío donde nadie me conoce y yo no conozco a nadie. Acá en este pedazo de tierra murieron mis padres y acá habrán de quedar mis huesos.

Hay que ser muy hombre para poblar la meseta de Somuncurá, para hacer patria con un puñadito de animales sorteando miles de obstáculos y soportando la indiferencia de muchos rionegrinos, que ni siquiera se acuerdan de estos parajes caídos del mapa pero que después se indignan si algún extranjero compra las tierras.

Hay que ser bien rionegrino para quedarse en el campo trabajando a pérdida con unos pocos animales que ni siquiera en años buenos permiten mantener mantener a la familia con cierta dignidad.

Hay que saber luchas contra el tiempo, contra las plagas, contra los bajos precios de la lana, contra el frío penetrante de los inviernos, contra los malos caminos siempre intransitables, contra la falta de oportunidades, contra los consejos torpes de los sabihondos que nada entienden.

Hay que saber mucho de sacrificios y tener el alma bien templada como la tienen los hombres que habitan la altura de la meseta del Somuncurá.

Este relato basado en un hecho real es un homenaje a esos sufridos pobladores de la meseta (hombres y mujeres), como los Pazos, los Pilquimán, los Carrrigual, los Corrigual y tantos otros que cada día saben sobreponerse a todos los infortunios y hacer patria con toda la entereza que la vida les da.

 

Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

 

 

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