Meseta de Somuncura, territorio fascinante para la mirada sensible y atenta

El suelo es rocoso y desparejo, y está casi completamente cubierto por agresiva vegetación repleta de espinas. El horizonte, plano y distante, no permite sospechar que esa aparente monotonía sea, de tanto en tanto, alterada por cañadones ocultos a simple vista, donde las lluvias forman lagunas que reúnen a diversas aves, dejan abrevar a ovejas y guanacos, y hacen florecer el charcao rodeado de coirones, entre bosquecillos de molles.

Estuvimos en la Meseta de Somuncura, en la zona cercana al paraje Comicó. Los primeros sesenta kilómetros, bajando al sur desde Los Menucos, fueron serenos sobre una ruta de ripio liviano y trocha ancha. Pero después, al dejar atrás el pueblito, comenzó la trepada por huellas de un solo carril, donde la fiel y robusta Toyota 1993, de doble cabina y tracción en las cuatro ruedas, se hamacaba y crujía, haciendo vibrar sus 91 caballos de fuerza.

Hubo que estar vigilantes, sin dejarnos vencer por la fatiga del viaje inicial en camioneta ni por el cansancio de posteriores caminatas de dos y tres horas de duración. Tampoco podíamos ser dominados por la ansiedad del viajero convencional, que espera atracciones monumentales.

Somuncura (donde “la piedra suena”, seguramente por efecto del viento) es un territorio fascinante para la mirada sensible, para quienes disfrutamos de la naturaleza en estado puro, en un medio agreste y árido, de amplitud sin límites, donde no existe el eco y los sonidos se pierden en la distancia.

La meseta deja descubrir sus numerosas lagunas pluviales, guijarros de colores sorprendentes, murallas rocosas de formas caprichosas, una variada fauna autóctona que varía entre minúsculas lagartijas y majestuosos guanacos y ñandúes, con astutos zorros colorados de los que sólo podemos observar sus pisadas en el terreno arenoso, porque en las horas de luz solar se esconden en sus guaridas, al igual que los piches o armadillos.

Nos llamaron la atención, como reliquias inquietantes de un pasado no tan lejano, las grandes construcciones en piedra pura, que habitaron mapuches, tehuelches y paisanos hace un siglo. La tapera de los Inalaf, en un punto alto, y las casas de un conjunto familiar de los Calfuquir, junto a su laguna, son testigos de la época en que las comunidades indígenas eran obligadas a desplazarse de sus emplazamientos originales en los valles cordilleranos abrigados, del otro lado de los Andes, y de las riberas de los grandes lagos y ríos, en tierras que miran hacia el este.

La excursión la planificamos anticipadamente, a través de la información que brinda la página Real Patagonia, del Ente de Desarrollo de la Región Sur de Río Negro, en Facebook. Así nos conectamos con la familia Calfuquir, de Los Menucos, que nos ofreció los servicios de transporte hasta su establecimiento Los Flamencos, en Comicó arriba, donde brindan alojamiento, comidas y caminatas guiadas.

Salimos de Los Menucos poco antes de las nueve y llegamos a la casa, junto a una laguna, cerca de las 13.

Habíamos realizado varias detenciones: en Comicó, donde una amable agente policial a cargo del destacamento registró nuestro ingreso a la Reserva Natural Provincial Meseta de Somuncura; sobre el borde del camino con precipicio; en las referidas ruinas de Inalaf; y ya dentro del campo de Los Flamencos, cuando los ojos observadores de Eusebio Calfuquir detectaron los restos de un corderito, que después de haber sido atacado mortalmente por un zorro colorado eran el almuerzo de los jotes.

Eusebio y su esposa, Nelly Mirán, eran nuestros conductores . En el lento avance por las huellas de piedra se alternaron en el manejo de la Toyota, abriendo y cerrando tranqueras, conectando los cubos manuales de las ruedas delanteras de la camioneta para ponerla en tracción doble. Con paciente seguridad, comentando los detalles sutiles del espectáculo de flora y fauna que se iba abriendo a ambos lados de la escarpada senda, sin apuro innecesario.

Después, ya en la modesta y cómoda casita, fueron excelentes anfitriones. Nelly preparó y sirvió milanesas de guanaco con papas fritas para el primer almuerzo, cuarto de cordero con verduras al horno para la cena y un costillar de cordero al asador con ensalada para el mediodía siguiente, siempre con jugos de frutas y vino patagónico.

En la mañana del segundo día no faltó un abundante desayuno con café con leche, pan y mermelada casera. Todo estuvo riquísimo y abundante.

Dormimos en una habitación reservada para huéspedes, con cama confortable y baño privado completo. Un detalle importante: el agua de la ducha salía bien caliente, desde un termotanque alimentado a leña. En la meseta no hay servicio eléctrico, pero la casa de los Calfuquir cuenta con pantalla solar para cargar la batería que permite tener adecuada iluminación interior.

En la tarde del primer día Eusebio nos guió hasta la laguna “La Damajuana”, en dirección al sur, donde admiramos un alto murallón de rocas y dejamos volar la imaginación detectando siluetas misteriosas entre grietas y salientes. En ese antiguo paredón hay un peñasco que parece a punto de desprenderse, pero quizás está así –apenas sostenido por unos fragmentos de basalto- desde hace más de un siglo. Allí vimos y fotografiamos el único flamenco que se dejó ver, porque la intensa sequía de los últimos meses provoca la emigración de estas bellas aves zancudas tan características en los humedales de la Patagonia.

Volvimos a la casa con los últimos rayos de sol, cuando el firmamento rojizo pone el telón de cierre a una jornada intensa.

Esa noche en plena meseta fue mágica, serena y sorprendentemente cálida, con no menos de 20 grados de temperatura y la luna en luminoso cuarto menguante. Las estrellas y los planetas estaban disponibles a cielo despejado, y nos dejamos llevar por el éxtasis de la inmensidad, en el silencio pacífico de ese escenario.

En la mañana siguiente, reconfortados por el descanso y el desayuno, poco después de las diez arrancamos hacia el norte, en la segunda caminata de la excursión.

Nuevamente Eusebio nos fue guiando por senderos que sólo él puede distinguir , advirtiendo las huellas de caballos, zorros y algún ñandú, comentando las características de la tuna o la uña de gato, entre las pinchudas matas que es imprescindible andar esquivando para no pasar un mal momento.

Después de una hora llegamos a un conjunto de viviendas y corrales levantados con piedras, con una antigüedad incierta pero no menor a los ciento y pico de años. Nuestro acompañante nos contó que en ese sitio se estableció su abuela paterna, después de su temprana viudez y con un segundo marido, al que identificaban como tehuelche y le llamaban “el Tura”. Una de esas construcciones tiene sus paredes intactas y solamente falta el techo, que seguramente ha sido de troncos y ramas de molles, o de algún otro árbol de la zona. Es admirable el tamaño de las rocas usadas para levantar los muros y es factible imaginar que trabajaron hombres con mucha fuerza y habilidad, tal vez usando barretas de metal y aparejos tirados por caballos, para colocarlas en el sitio requerido. Quizás exista un estudio acerca del método constructivo en piedra usado por estos antiguos moradores de la meseta, a este cronista le gustaría conocerlo.

Las ruinas de este poblado se ubican al borde de uno de los cañadones o rincones mesetarios, donde hay por cierto una amplia laguna pluvial, con su población de patos y avutardas. El espejo de agua está rodeado de parapetos de piedra, levantados por manos humanas. Según Eusebio eran corrales para separar corderitos para “señalar”, pero ¿no habrán sido refugios donde se ocultaban los cazadores de guanacos, dispuestos a sorprender a sus presas cuando bajaban a beber? ¿La instalación de aquellos pobladores tehuelches y mapuches de mediados y fines del siglo 19 es coincidente con la introducción del ganado lanar, incorporado por los estancieros europeos posteriores a la campaña militar contra el indio, o llegaron antes, cuando la principal sustentabilidad eran los guanacos? Pregunta sin respuesta exacta.

Mientras descansábamos y conversábamos allí, arriba de la Laguna de Tura, un hermoso ejemplar de águila mora comenzó a sobrevolar sobre nosotros. Muy seguramente nuestra cercanía con un nido y sus pichones la molestaba. Fue una buena ocasión para tomar algunas fotografías interesantes.

En el regreso a la casa viviríamos una experiencia singular, que todavía nos despierta interrogantes. Nos habíamos detenido para observar un mojón de piedra, utilizado por la orientación de los pocos caminantes de la zona, cuando en dirección al este, a unos mil metros de distancia y en una ubicación cercana a la tapera de Inalaf se hizo muy visible un fuerte resplandor. Pensamos que se trataba del reflejo del sol sobre el parabrisas de un vehículo de tipo utilitario y Eusebio opinó que podía ser la camioneta de personal de mantenimiento de una antena remota de comunicación radial que está instalada en proximidad de ese sitio.

Estuvimos entretenidos en las características de unas plantas silvestres y, unos cinco minutos después, cuando volvimos a mirar para el lado del reflejo, nos sorprendió que el objeto luminoso había desaparecido. Eran las 12 y 15 minutos.

Volvimos a la casa, Nelly nos aguardaba con un costillar de cordero al asador, a punto. El almuerzo transcurrió con los comentarios sobre piedras, construcciones en roca, águilas, un guanaco solitario que nos había acompañado a la distancia durante un buen trecho y, por cierto, la luz misteriosa.

En la tarde hubo que juntar el equipaje y acondicionar la carga en la caja de la Toyota para el viaje de retorno. Arrancamos a las 16,30. Eusebio se detuvo a la salida Los Flamencos para parar de nuevo el cartel que señala la entrada al establecimiento, y desde allí a las ruinas de Inalaf sólo quedan 400 metros. Llegamos al lugar con la expectativa de que, según las huellas de los neumáticos, se pudiera establecer alguna característica del automotor que desprendía fuerte reflejo al mediodía. Pero no había ninguna otra huella distinta a las gomas de la Toyota de los Calfuquir, con la que habíamos pasado por allí en la mañana del día anterior. De modo que aquella luz intrigante no pudo ser originada en ningún vehículo con ruedas. ¿Y entonces? El episodio pasó a incorporarse a la larga lista de misterios que forman parte del imaginario colectivo de Somuncura. ¿Nosotros tres, Eusebio Calfuquir, Dalia Chaina y yo, fuimos testigos imprevistos de la aparición de un Objeto Volador No Identificado? ¿Algún otro poblador de la zona de Comicó habrá observado algo extraño en el cielo en el mediodía del miércoles 8 de febrero? No lo sabemos.

El viaje de vuelta, de nuevo a los sacudones en la huella pedregosa, estuvo matizado por relatos acerca de experiencias de luces misteriosas. Nelly y Eusebio nos contaron que, hace algunos años, en un atardecer y en la misma trepada pensaron que los seguía otra camioneta, pero de pronto el resplandor de los presuntos faros de ese vehículo se desviaron por el monte, por lugares en donde no hay ningún camino. Misterio.

Cerca de las 20 estábamos de regreso en Los Menucos, algo cansados en lo físico, pero recargados de emociones y sensibilidad.

Una excursión a la Meseta de Somuncura no es suficiente, por supuesto, para conocer la generalidad de los detalles de ese inmenso territorio de 25 mil kilómetros cuadrados de extensión (más de cien veces la superficie de la ciudad de Buenos Aires, algo más que toda la provincia de Tucumán) con exigua cantidad de habitantes permanentes y características geomorfológicas excepcionales. La experiencia de apenas algo más de 24 horas de permanencia en un rincón mesetario no alcanza para dimensionar la importancia estratégica de esta reserva de agua y minerales, pulmón de aire puro, que comparten en sus jurisdicciones las provincias de Río Negro y Chubut.

Este cronista recomienda este breve viaje, contando con los servicios de la familia Calfuquir, pero advierte que el visitante debe estar preparado para una contemplación serena de la naturaleza, amigable con los pequeños detalles y curiosidades de toda la sencillez del paisaje patagónico en su expresión mínima: roquedales inmensos y suelo plano sólo alterado por elevaciones menores sobre una pareja plataforma basáltica a mil metros sobre el nivel del mar. Como ya fue dicho en esta crónica: no hay que cansarse ni ponerse ansiosos, porque la meseta revela su intimidad en cuotas módicas. Las condiciones climáticas que nos acompañaron en estos días de febrero fueron muy apropiadas, con alrededor de 30 grados de temperatura máxima y vientos muy leves. Pero siempre hay que estar preparados para el fresco y los ventarrones.

Es necesario llevar sombreros o gorras, anteojos oscuros, loción de protección solar para la piel, calzado de suela gruesa contra pinchaduras de espinas y bastones de caminata. Botellas con agua abundante son provistas por los anfitriones. Las condiciones de alojamiento y comidas son buenas, como ya se dijo.

Somuncura es un territorio fascinante para la mirada atenta, para los espíritus sensibles. Conocer la meseta, aunque sea en una pequeña parte, es también una forma de rendir homenaje al tremendo esfuerzo de sus habitantes ancestrales y quienes aún hoy, en pleno siglo 21 transitan y viven allí en condiciones muy adversas. (APP)

Texto: Carlos Espinosa, periodista de Carmen de Patagones y Viedma

 

 

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