Patagones: Nunca una casona queda vacía, nunca podrán demoler su memoria

El aviso por las redes sociales anuncia que “se vacía la casona Stangen” y proporciona una dirección. El cronista, que tantas veces se ha detenido enfrente del centenario caserón de singular estilo italiano, siente una súbita mezcla de curiosidad y tristeza. Se acerca por la esquina de Alsina e Italia y confirma lo peor: el cartel de una inmobiliaria pone en venta la amplia residencia. Pero la casa está en pie, vencida por los años pero todavía orgullosamente bella, a pesar de las paredes arrugadas por falta de mantenimiento y las ventanas clausuradas por el olvido.

En una luminosa mañana de diciembre el cronista traspone la puerta y el zaguán. Hay un extraño clima en el interior, en ese amplio salón que antes –mucho antes- fue un patio cubierto por techumbre vidriada. Hay sensación de despedida, como si estuviesen velando los despojos de algún familiar muy querido; hay una anticipada nostalgia, como si faltase poco para el arranque de un viaje hacia destinos muy lejanos. Todo está listo para comenzar a extrañar.

Los cielorrasos tienen heridas que sangran humedad y óxido. Los pisos ya no son de la noble pinotea de los buenos tiempos, porque fueron inexplicablemente reemplazados por cerámicos intrascendentes, tristes, aburridos de soledad. En un lateral una enorme estufa hogar parece la boca de una caverna, como si permitiese entrar en un pasadizo secreto. Tal vez hacia los recuerdos más privados.

Hay un multiforme y abigarrado agrupamiento de muebles y utensillos en diverso estado de conservación. Están en oferta. Algunos visitantes se detienen ante un sillón, un juego de manteles o un cuadro, preguntan, miran, preguntan. El cronista también mira y pregunta. Enseguida detecta una mesita secreter con tapa de persiana y cinco cajones. Parece que un pretérito rayo de luz la pone en foco, le otorga brillo y la destaca entre el conjunto.

En uno de los ángulos de ese ambiente impone su presencia una inmensa mesa rectangular, maciza, de madera oscura (¿roble quizás?) ahora sólo cubierta por una placa de pizarra negra, con ausencia del paño verde sobre el que antaño se deslizaban, silenciosas y brillantes, seguras de su destino de impacto vital, las bolas de billar que consumían largas horas de ocio masculino.

Allí, apoyado quizás en la memoria de su propias carambolas, está Ernesto Gustavo “Lolo” Stangen, uno de los hijos de Isolina “Chiquita” Roche de Stangen, la última habitante de la casona, fallecida hace pocos años. Está bien predispuesto a la charla, que será amena y emotiva, con detalles tristes que es preferible dejar en reserva; pero también con referencias luminosas a los territorios de su infancia y adolescencia, cuando la casa era todo esplendor, refugio familiar, puerto seguro para las partidas y los regresos que fuesen necesarios.

Hace una síntesis contundente del largo y doloroso proceso del deterioro de la casona, que su abuelo Kurt Herberto Stangen la compró ya construida a un inmigrante italiano que, según la tradición oral, la hizo edificar como réplica exacta de la residencia de sus ancestros allá en la península bañada por el Tirreno y el Adriático. En su relato no están ocultas la tristeza, la impotencia y la indignación, sobre todo por el descuido cometido por algunos de los inquilinos del inmueble.

Sin disimular sus afectos muestra después el ala de la casa que durante muchos años ocupó su madre, “Chiquita” Stangen, donde todavía pueden apreciarse detalles elegantes como el empapelado de las paredes y las alfombras del recibidor y es posible imaginarse el colorido de macetas y plantas que hubo en la galería interior, separada por una mampara de vidrios de lo que fue un perfumado jardín.

Nada queda ya. Se rescataron muebles y enseres para la venta. Hay que desocupar y aguardar nuevos destinos. No es fácil imaginarse que pueda aparecer un comprador dispuesto a la restauración que permita el milagro de la resurrección de la amplia casona. Parece inevitable que después de concretarse la transferencia aparezcan los martillos neumáticos y las palas cargadoras, dejando el amplio solar disponible para una nueva edificación.

El chalet de Stangen no está ubicado dentro de los límites del casco histórico de Carmen de Patagones. Eso está claro. Las viejas casas no tienen protección alguna, las familias necesitan disponer de los bienes para hacer valer sus derechos sucesorios, eso es natural.

Han pasado varios días desde aquella visita guiada por las entrañas de la casona y las memorias de una familia. El cronista escribe ahora en su contemporánea procesadora digital portátil, que instaló sobre la mesa secreter adquirida allí, en la otrora elegante esquina de Alsina e Italia.

La madera lustrada y bien cuidada que a lo largo de siete u ocho décadas dio cobijo y discreción al block de papel y las estilográficas para confeccionar cartas manuscritas, facturas, remitos y otros papeles privados, sostiene en este tiempo el impertérrito teclado y la pantalla luminosa que se abre como ventana panorámica al mundo mundial.

La madera guarda silencio, sabe conservar secretos. El mueble merece el respeto de quien esto escribe.¿ Quienes, cuándo, cómo, por qué y para qué habrán usado este sencillo y valioso mueble? No hay respuesta, solamente una vaga inquietud, algo así como un sereno acompañamiento, una especie de complicidad. En este cajoncito de abajo a la derecha, donde ahora hay una libreta de apuntes, alguien, una vez, resguardó una rosa seca y un par de lágrimas.

Por eso una reflexión final se impone sobre los escombros de la historia familiar y la impiadosa ruina de la edificación. Nunca una casona queda vacía , aunque saquen a la calle todos sus muebles ; nunca podrán demoler su memoria, por más que la atropellen con cargas de dinamita.

 Texto: Carlos Espinosa, periodista de Carmen de Patagones y Viedma, 15 de diciembre de 2022

 

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