Volando bajo. “Salió en moto a recorrer el pueblo, un pequeño oasis patagónico”

 

Soltó el acelerador, apretó el embrague y dejó que la moto, sola, siguiera rodando ayudada por el viento. Avanzó de esa forma los últimos metros antes de deslizarse suavemente por la calle de ripio lateral  que desemboca en los surtidores de la estación de servicio en el único pueblo en 400 km a la redonda de la estepa patagónica.

Hizo llenar el tanque de nafta y preguntó por un lugar donde cenar y pasar la noche. Si bien era temprano y todavía quedaba luz solar prefirió ese sitio para descansar y conocerlo. Le indicaron que a pocas cuadras de ahí estaba el hotel del lugar.

Una antigua edificación que había conocido tiempos mejores y que en realidad, aunque así lo anunciara un pomposo cartel, no era un hotel. Básicamente, era un almacén comedor que tenía habitaciones para alquilar.

Dejando detalles al margen la decisión fue fácil, no había otro. Se dejó guiar por la patrona hasta la habitación elegida y se instaló. La moto quedó frente a la ventana debajo de la galería.

Salió a recorrer el pueblo. Caminó despacio por las pocas cuadras de la calle principal, asfaltada y con bulevar, bien parquizada, con añosa arboleda dándole color y vida a ese pequeño oasis patagónico. Siguió luego por las calles laterales de ripio, también arboladas y con viviendas bajas construidas sobre amplios lotes. En algunas se veía brotar por sus chimeneas el humo saliendo de las cocinas a leña, que imaginó puestas a preparar la cena.

Cuando estuvo nuevamente en el hotel aprovechando que aún era temprano se sentó bajo la galería, en un banco de madera largo y bajo usando de respaldo la pared. Con la felicidad que otorga el estar haciendo lo que a uno le gusta, cuerpo y sentidos relajados se dejó inundar por el entorno, dirigió la mirada hacia ningún lugar en especial, sin ver nada en particular pero percibiendo todo a su alrededor.

Escuchó, lejano pero claro, el chillido de un ave, afinó el oído y la vista para ver a unos mil metros enfrente suyo, sobre los cerros, en el aire, dos formas negras que avanzaban volando en amplios círculos. Eran cóndores que con sus alas desplegadas planeaban en suave descenso hasta que captando otra térmica volvían a elevarse siguiendo su vuelo sin aleteo alguno. Estuvo largo rato observando a esas magníficas aves que con elegancia y sin ningún esfuerzo usaban el poder del viento para desplazarse a su entera voluntad. Una antigua sabiduría que, como simple ser humano, envidió.

Un tironeo en la botamanga de su pantalón lo volvió a su condición terrena. Era el perro de la patrona, un cusco de forma y raza indefinida que dejó junto a sus pies una vieja pelota de fútbol. Evidentemente era su juguete favorito y quería compartirlo. Comenzó entonces el juego: el cusco con la pelota en la boca se la ofrecía al hombre y cuando este la agarraba el perro no la soltaba, así, hasta que se la quitaba y la tiraba lejos, el animal a gran velocidad la alcanzaba y volvía para comenzar nuevamente el juego. Que duró hasta que la patrona llamó a cenar.

Se acostó temprano. Entró al sueño como entró a la vida, desnudo e inocente. Y esa noche se soñó cóndor. Sintió en su cuerpo la potencia del viento, noto claramente que era inútil resistírsele, que era más fácil, más inteligente y más provechoso entregarse calmo. Entendió que el viento, si lo usamos con sabiduría, está a nuestro favor.

Comprobó con sus alas extendidas la fuerza motriz del dios Eolo. Se dio cuenta que lo transportaba, sí, pero adónde y por dónde ir era él quién lo elegía. Asumió que  la independencia era su responsabilidad y su poder. Supo cuando inclinar un ala o las dos, dependiendo de la dirección que quisiera tomar, cuando arquear el cuerpo para ascender o descender, en fin, todos los trucos para que su viaje fuera feliz y seguro.

Los ladridos del cusco lo despertaron, fue por una camioneta que entró al patio y era esa su bienvenida. La claridad del día entraba por una rendija de la ventana apenas cubierta por una cortina. Se levanto contento y descansado acordándose del sueño. Armó la mochila, la aseguró a la moto y luego del desayuno partió, nuevamente a la ruta.

El tramo que le restaba hasta llegar a su casa se componía de muchas curvas y contra curvas, subidas y bajadas a veces orillando el río y otras pasando entre acantilados naturales o los abiertos en los cerros por el hombre para hacer el camino. Al poco andar, cuando la moto llego a su velocidad crucero, fue que tomo conciencia del infinito que lo rodeaba, del inmenso cielo con ese color y ese brillo que solo en la Patagonia vio, la flora achaparrada de la estepa en su variado abanico de tonalidades verdes y ocres. Sus cinco sentidos se ampliaron de tal manera que todo lo que sucedía a su alrededor era captado.

La tropilla de guanacos pastando mientras que el mayor de ellos desde un promontorio más alto que el resto vigila el entorno y ante cualquier anomalía relincha avisando que hay que irse lo más rápido posible.

El choique o avestruz petiso que solo o en pequeñas bandadas cruzan la ruta y se pierden en la estepa con veloz carrera moviendo patas y alas de esa manera tan particular que los mapuches imitan en  sus danzas de las rogativas anuales.

Los zorros, los piches, las maras, los zorrinos, las martinetas y toda esa variada flora y fauna interactuando en lo cotidiano de su hábitat natural. Todo era percibido por él con tal naturalidad e intensidad que un nudo se hizo en su garganta. Tomó conciencia de que los sucesos a su alrededor lo incluían a él, se sintió parte del paisaje, no un mero observador. Estaban tan ampliados sus sentidos que metal y hombre vibraban en un mismo tono, percibiendo las rugosidades del camino como si las ruedas fueran sus pies.

Se dio cuenta de cómo el viento siempre de distintos ángulos lo hacía avanzar sin esfuerzo alguno. Se relajó para sentir en su columna vertebral el funcionamiento del motor y demás mecanismos de la moto. Dejó de oponerse al viento, y disfrutó cuando con una leve inclinación de su cuerpo, la moto suavemente cambia el rumbo buscando la dirección ideal. Sus oídos escuchan el motor, que como música, emite por el escape una alegre nota aguda en las bajadas y el llano, y una suave y relajante nota grave en las subidas. Todo esto sin conciencia del tiempo, fluyendo naturalmente. Sintió que volaba. Ahora despierto.

Llegó a su casa y abría el portón cuando su vecino que salía en ese momento al ver la moto cargada le preguntó de dónde venía.

  • De Esquel – respondió.
  • ¡De Esquel! ¿y cuánto tardaste?
  • Dos días de ida y dos de vuelta.
  • ¡Cuatro días de viaje! Vos estás loco ¿Porqué no vas en micro? Tardas menos y no te cansas.

Le sonrió y con el casco aún puesto entró sin contestar. Para qué ¿cómo explicarle?

Jorge Incola

Las Grutas

 

 

 

 

 

 

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