Egresados de la vida. Un sentido relato de Don Teo Prieto, escritor de Las Grutas

 

Don Teo Prieto, escritor de Las Grutas, de ágil y amena pluma en su libro “Griterías”, ha dejado relatos y cuentos que atrapan y sorprenden porque tienen mucha magia. Uno de ellos se llama “Egresados de la vida”.

Cuenta don Teo que “una casi olvidada creencia popular afirma que las inscripciones hechas a la luz de la luna llena sobre las rocas arcillosas de Las Grutas duran tanto como la vida de las personas a quienes se refieren”.

“Muchos graban sus nombres sobre los trozos de los acantilados o sobre los acantilados mismos. Intentan perdurar; seguramente no saben que el mar siempre los borra aunque tarde años. Y si no es el mar seguramente será el viento o algún derrumbe o muchas veces otro turista que superpone un nuevo nombre al ya escrito. La vida es parecida; a veces una vivencia anula a las anteriores; un amor suple a otro y un odio a un amor; nada es eterno sólo la muerte dura para siempre”.

“Esto que hoy me parece una trivialidad, fue en aquella distante adolescencia una impostergable necesidad de mentido protagonismo”.

“Allá por mil novecientos y tantos vinimos aquí a Las Grutas en viaje de egresados. Éramos diecisiete muchachos que concluían su secundario en el pupilaje de Roca”.

“La adolescencia se nos escapaba por los poros desprolija y vital y una incipiente juventud nos estiraba junto con el diploma de bachiller la promesa de un futuro esperanzado de éxitos”.

“Nos gustaba el logro compartido y nos dolía la definitiva separación; aquel viaje era el nudo que le poníamos a un paquete de cinco años hermosos compartiendo adolescencias”.

“Cuando hay tanta vida por vivir cuesta imaginar la muerte; a la eternidad no se la menciona, pero íntimamente se cree en ella. Era mucho lo que teníamos por hacer pero también todo el tiempo era nuestro”.

“En el ingenuo y turístico afán por eternizarnos, escribimos nuestros diecisiete nombres con alias y todo”.

 “Por una mera cuestión de prolijidad los encargados fueron Zabalita, el Gordo Toledo y Cara de Nada Sepúlveda; lo hicieron meticulosamente con incisiones profundas en la roca arcillosa justamente en la oquedad más famosa y notoria, la gruta grande, que bosteza su asombro entre la Bajada Cero y la Primera”.

“Pareciera que los veo a los tres trabajar luego de un ajetreado día de playa, a la luz de la luna llena, con la marea baja, mientras los demás disputábamos un picadito playero”.

“Terminó aquel viaje y con él aquel grupo humano, pero indelebles quedaron nuestros nombres como un desafío al tiempo, a la vida, al viento y al mar”.

“Las Grutas se quedó con aquel testimonio; a mí, en cambio, me acompañó muchos años una vahída foto color sepia en la que estábamos todos frente a lo que después se llamó Primera Bajada”.

“Quién sabe en qué mudanza o en qué recoveco de la vida perdí aquella foto; pero de todas maneras, y ya de adulto se me hizo costumbre venir todos los veranos a Las Grutas y empecé a conformarme con visitar el acantilado de la gruta grande y en él a reencontrarme mágicamente con mis compañeros del secundario al leer sus nombres”.

“Cada vez que los leía, se asomaban a la escotilla del recuerdo aquellos rostros frescos e ingenuos. Veía al Caballo Silva con su inmensa cara larga, Guglú Doderi con su aspecto de burbuja rosada, a Jopito Venelli, a Cara de Nada, al Gordo, a Zapallín y a cada uno con su apodo juvenil, su acné y su pelo mal cortado”.

“El tiempo fue pasando y cada verano volví con mi añoranza; y también cada verano me costó más leer algunos nombres. El primero en hacerse ilegible fue el de Poliya Beroiza y al año siguiente faltó el del Ruso Vlidich”.

“En un encuentro casual con el Petiso, ahora doctor Hernaiz, me comentó que Beroiza había muerto de una rara enfermedad en Colombia donde estaba radicado desde hacía años”.

“Tiempo después en las necrológicas del Río Negro leí de la trágica desaparición del ingeniero Vlidich en un accidente. El Ruso había sido uno de mis mejores compañeros, lo recuerdo tratando de armonizar su longilínea figura con un desgarbo consuetudinario, su acné y su mirada bondadosa y azul”.

“Lamenté ambas noticias, pero en nada las relacioné con las inscripciones de Las Grutas”.

“Por razones más comerciales que afectivas mantengo esporádicos encuentros con el Petiso Hernaiz, y a veces suelo ver al Jopito Venelli; fueron ellos quienes me contaron las infaustas nuevas de la muerte en sendos accidentes tanto del Gordo Toledo como de cara de nada Sepúlveda”.

“Un pariente lejano de mi mujer que resultó ser vecino del ingeniero Chabas, para mí el Guatón; me contó que Chabas sufría  de cáncer al esófago y que sus médicos hacían esfuerzos desesperados para salvarlo”.

“Pasaron varios veranos, que para el caso equivalen a años, en los que el ajetreo de la vida me impidió volver a Las Grutas, cuando lo hice había transcurrido junto con el tiempo el progreso. El desprolijo y desparramado caserío ya era una villa veraniega, con pretensiones de pueblo”.

“Estacioné mi auto en la bajada Cero, tomé de la mano al menor de mis hijos y con el ansia de un promesante me encaminé presuroso hacia la gruta grande, busqué la ennegrecida inscripción y leí como una oración los nombres de mi vieja promoción; noté con alguna molestia, que faltaban varios, a Beroiza y Vlidich se habían sumado las ausencias de Toledo, de Sepúlveda, Chabas, Silva y Doderi; de estos dos últimos nada había sabido, pero un secreto malestar me comprometió a averiguar su suerte. Lamentable y curiosamente la realidad confirmó mi intuición: ambos habían muerto, uno en Chile y otro en Buenos Aires”.

“Me resultó inevitable de relacionar la inscripción de nuestros nombres en la gruta grande con nuestro propio destino; cuando comprobé lo de Silva y Doderi, un temor supersticioso, casi húmedo me fue trepando desde los pies hasta el centro mismo de mi dudosa valentía”.

“A mi cabeza se arrimaron, primero las canas y luego la calvicie, mi rostro juvenil de bachiller recién egresado quedó amarillento en alguna vieja foto, el que ahora me ofrecía el espejo ahora distaba de aquel una eternidad y si en Las Grutas avanzaba alucinante el progreso, en mi cara progresaban lacerantes las arrugas”.

“Empecé a venir a Las Grutas, ya no solo por turismo sino a consultar la lista de egresados”.

“El mar, el tiempo o los turistas siguieron borrando nombres y de aquellos diecisiete originales, hace tres años apenas quedaban seis; el mío estaba entre ellos. No quise hacer más comprobaciones entre las ausencias de la lista y de la vida, pero como un destino inevitable el Petiso Hernaiz me confirmó la misteriosa relación: los que faltaban habían muerto”.

“Mi casi agotado destino laboral y un temor indescifrable a lo desconocido me hizo radicar en Las Grutas y aquí estoy desde hace dos años”.

“Diariamente, cuando baja la marea visito la gruta grande, es para mí un ritual hacerlo, solo quedan legibles cinco nombres y he notado que el mío empieza a borrarse, también mi salud está endeble”.

“Sin querer escuché una charla telefónica entre mi mujer y mi médico; ella reprimiendo un sollozo repitió teres palabras que empezaron a dolerme anticipadamente: únicamente quimioterapia, únicamente”. Tal vez se borre mi nombre y seré un egresado más, de la vida”.

“La vida, simplemente pasa, la muerte, simplemente llega; solo la superstición y el miedo perduran para siempre”. Para pensar.

 

Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

 

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