Una crónica del baúl de los recuerdos. ¡Prohibida para menores de 40 años!

Hoy mi mamá me dejó salir a jugar a la vereda. Por las dudas me llevé la Pulpo Nº 5 picando para jugar a la cabecita. Y en los bolsillos, en uno las figuritas a ver si encuentro las difíciles que me faltan para completar el álbum y en el otro, las bolitas. Veo que están todas: la tiradora, las lecheras, las japonesas y por si me hace falta un bolón.

Antes, mientras mi vieja barría la vereda, yo desayunaba una tasa de Vascolet con azúcar en terrones y pan con manteca y miel.

En un rincón de la pieza mis barriletes preferidos: una cometa y la bomba, mis favoritos. Y muy cerca de mi cama el carrito de rulemanes. En un costado los Sacachispas, por si acaso.

En cambio, en la pieza de mi hermano un poster de Marilyn Monroe, los ídolos del Club de Clan, pantalones blancos con los cintos “tacuara” , el fijador Glostora y la loción Atkinson.

También, por si me daba hambre, algún paquetito de masitas Manon, esas que venían de cuatro o cinco nada más y un chupetín redondo para mi deleite. ¡Y los caramelos Media Hora!!

En la esquina el baldío donde hacemos el acopio de yuyos secos y cubiertas para las fogaratas. En el cordón de la vereda jugamos con los autitos de turismo de carretera (Yo soy de los Emiliozzi), y en una vereda de tierra el campito para jugar al hoyo pelota donde las prendas se pagan con fusilamiento.

A veces me entretengo con las revistas de Tarzán, el Libro de Oro de Patoruzú, Roy Roger y otras más que invariablemente el diarero a domicilio las traía junto con el diario para el viejo.

Mis padres escuchaban el “Glostora Tango Club” y “Los Pérez García” y toda la familia a las tres de la tarde los radioteatros: Juan Moreira y otros que terminaban con un enigma y una musiquita hasta el próximo programa.

Mamá prendía la cocina a querosene y también la estufa que se cargaba con un frasco. Para el mate con las amigas calentaba el agua en un Bram Metal o en su defecto en un calentador a alcohol de aluminio y a mí me mandaba a comprar facturas o un pan lactal.

Por aquellos años mi padre había vendido una “Pumita” y la cambió por un raro artefacto llamado “Joseso” que se abría por adelante. Por supuesto, no cabíamos todos, pero él estaba muy orgulloso.

El viejo fumaba cigarrillos Brasil, negros muy fuertes; leía la revista La Chacra, a pesar de estar en la ciudad, y muy de vez en cuando se tomaba una copita de Ferro Quina Bisleri.

El mantel de la mesa familiar era de hule y mamá cortaba los fideos para los tallarines a cuchillo. Para tomaba vino Clarete y yo apenas una Bidú.

Los domingos por la tarde se escucha a Fioravanti transmitiendo los partidos por la radio, una vieja Phillips. De allí viene mi pasión por Boca Juniors, tal vez por herencia familiar.

Al cine, pocas veces, pero después regresábamos en un mateo de alquiler. A ver “El hombre del brazo de oro” no me llevaron pero si todavía me acuerdo con horro “La isla de las almas perdidas”.

Cuando peleaba Ringo Bonavena era una fiesta y sufríamos todos. Los crímenes famosos daban que hablar como el caso de la infortuna Norma Penjerek.

Hay muchas cosas que recuerdo como en una nebulosa: las enaguas que mamá tenía en la colada, las visitas del colchonero para escardar la lana, el afilador de cuchillos con su flauta inconfundible, el carro del panadero a domicilio, los sifones de color verde o azul muy gruesos, el papel de estraza del carnicero, los faroles Petromax, los viejos sacacorchos, la cortapluma de mi viejo, las tarjetas postales que recibí mamá, bien coloridas, los fotógrafos que nos tomaban las fotos familiares a domicilio, el pasador clandestino de quiniela, el aceite de ricino, la leche de magnesia Phillips, la yapa del almacenero.

Pero todas estas cosas están en el baúl de los recuerdos, en las vitrinas polvorientas de algún museo o en la bruma de la nostalgia.

Jorge Castañeda

Escritor – Valcheta

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