Mitos y leyendas del “Ya verán”, paraje casi a mitad de camino Viedma-El Cóndor

 

Bruce Trousdell, único descendiente de los fundadores del establecimiento “Ya verán” contó una historia colmada de mitos y leyendas.

La historia del “Ya verán” es parte de la biografía capitalina. Situada a 13 kilómetros de Viedma y camino a La Boca, fue un establecimiento que torció la inercia de los pesimistas. Hacia mediados del siglo XX, dos socios compraron unas 100 hectáreas cerca de la desembocadura del río Negro.

Lugareños les advirtieron que aquello era un salitral donde jamás saldría una planta. Ellos, con una dosis de conocimientos elementales y otra de optimismo, contestaban a los pronosticadores con una sonrisa y dos palabras: “Ya verán”.

Y los agoreros vieron. Al poco tiempo, aquel monte se convirtió en una leyenda. Y leyenda al fin, generosa en mitos. Mitos que el único descendiente de uno de sus propietarios, Bruce Trousdell, se encargó de colocar en los estantes de la historia.

Bruce vive en San Blas, provincia de Buenos Aires, desde su juventud, pero comenzó su vida patagónica en el “Ya verán”, donde llegó de la mano de sus padres a los cuatro años. Nació en Capital Federal, pero lo llaman “el inglés”, “el inglés del ‘Yaverán’ ” por su filiación. Sus padres eran anglosajones: John Trousdell y Rosmarie W. Ford, norteamericano él, inglesa ella. Ambos de historias tan particulares como la suya. Perfiles de personajes.

Su padre, John Trousdell, había nacido en EE.UU. en momentos revulsivos. Huelgas obreras, activismo socialista y anarquista, inmigración, las guerras mundiales, la gran depresión del ´29, eran algunos de los episodios que marcaban el pulso de su patria y del mundo. John había crecido en aquel caldo y se había hecho comunista.

Cuando comenzó la guerra, Norteamérica no participaba de la contienda pero su vieja aliada, Inglaterra, sí. Entonces, los miembros del Partido Comunista de aquel país fueron preparados para involucrarse en el conflicto. “Entrenaron gente como a mi viejo, que tenía 17 años, para que pusiera bombas en los puertos de países importantes a los barcos de banderas italianas o alemanas. Los camuflaban diciendo que eran inspectores de calderas y así metían los explosivos.

En un momento, el FBI comenzó a sospechar e inició una persecución a los militantes comunistas. La organización se dispersó y Trousdell emigró hacia Argentina, lugar que eligió porque estaba alejado de los grandes conflictos que sacudían al planeta.

Pero, lejos de sus deseos, aquí no estaba el paraíso y lo esperarían otras batallas.

John llegó a Argentina y fue contratado como sereno por la embajada americana en Buenos Aires. A poco de su arribo conoció a Rosmarie W. Ford, en el Club Inglés de Hurlingham. Rosmarie, inglesa e hija de ingleses, tenía caballerizas y unos cuantos años menos que él. Antes de casarse, John fue a ver al secretario de la Embajada para saber si tenía que ir a la Guerra que se había desatado en el Viejo Continente. El secretario lo tranquilizó diciéndole que difícilmente EE.UU. participaría y estolo decidió a casarse. “Y el viejo – cuenta su hijo- ya con 39 años se alistó y se casó”. Rosmarie y John viajaron de luna de miel a Aluminé. Días más tarde, a pocas horas de regresar a Buenos Aires, se enteran del ataque a Pearl Harbor.

Trousdell partió inmediatamente a la guerra como soldado del ejército americano. Combatió en Africa del Norte y al finalizar la contienda regresó a Argentina. Un año más tarde nació Bruce, el primer y único hijo del matrimonio.

En 1948, Trousdell compró tierras en el país. La Estancia Los Robles, cerca de Mar del Plata y en la desembocadura del río Negro, en Viedma. John dedicó un tiempo a buscar aquellas propiedades y en viaje hacia esta zona conoció en el tren a un hombre que vivía en la capital del Territorio de Río Negro, Alcides López Jové. En aquella travesía se hicieron amigos y socios. Y juntos compraron 100 hectáreas en la costa del río a don Walter Sassemberg. La idea era hacer una chacra. Fue entonces que los paisanos del lugar les decían que en aquel salitral no iban a poder cultivar nada. Ellos, que sabían que la tierra era buena y que con riego mecánico resolverían el resto, les contestaban “ya verán, ya verán”.

Antes de comprar habían verificado que el sitio se podía regar. El suegro de Trousdell, quien había llegado a Argentina contratado por el Ferrocarril como ingeniero para construir el trazado del Oeste ( Constitución- Mendoza) dotó a Trousdell de un instrumental muy preciso, entre los que contaba un nivel muy exacto con el cual verificó que podía regar su chacra con agua del río.

López Jové también hizo mediciones, pero sus cálculos eran diferentes e inexactos. Así, en base a las mediciones del americano, pusieron manos a la obra. Y los lugareños asistieron a la transformación. Desde entonces aquel establecimiento se llamó el “Yaverán”, así, todo junto, pese a que en el cartel de acceso aún hoy se escribe separado.
Primero se sembró alfalfa, luego se montó un establecimiento apícola y, tiempo después, construyeron un criadero de cerdos.

Durante aquellos años, cuenta Bruce, su padre cobró una herencia que invirtió allí. Modernizó lo que tenía y, mientras su mujer y su hijo pasaban unos meses en Inglaterra, mandó a construir una casa imponente. 16 habitaciones que descansaban sobre una enorme galería que se deslizaba en un verde perfecto hasta el río. El “Yaverán” no sólo se había convertido en un milagro para los lugareños, era un sitio de leyenda.

“En realidad- afirmó Bruce- allí se hizo de todo. Se hizo más de lo que se creyó que se podía hacer. Pero papá, fiel a sus principios comunistas, tenía dificultades de otro orden. Tenía, por ejemplo, conflictos con el dinero. Se relacionaba muy mal con el dinero. Para él, dedicarse a hacer plata era algo cuestionable moralmente. Además, pedía créditos al banco pensando que era como en EE.UU., que los iba a pagar durante 20 años a una tasa del 3 por ciento, cosa que nunca ocurrió y poco a poco fue consumiendo sus ahorros y sus ganancias”.
La sociedad originaria del “Yaverán” cambió un par de veces, López Jové vendió su parte a un capitán de la Marina y finalmente Trousdell compró todo. Los experimentos productivos se sucedieron a lo largo de tres décadas pero las variaciones en la política económica y las sucesivas crisis en el país, terminaron con los sueños de aquel americano.

“Cuando se decidió a vender el ‘Yaverán’- recuerda Bruce- lo hizo a un señor de apellido Di Pietro, a plazos, con tanta mala suerte que lo hizo dos o tres meses antes del “Rodrigazo”. Con el primer pago compramos una casa en Patagones que conservamos y con el segundo fuimos al supermercado. Mi mamá tuvo que poner plata de su bolsillo para hacer los papeles de la venta. Un espanto. Nos sentimos totalmente estafados”.
Cuando esto ocurrió, Bruce y su madre hacía tiempo que no vivían allí. “Nos habíamos marchado cansados de la lucha y el permanente conflicto con mi viejo, quien era dueño de un temperamento difícil. Mi mamá y yo no queríamos vender aquella propiedad, pero la decisión final la tomó el temperamental John”.

Tras la venta, John Trousdell se mudó a Patagones con su familia, allí vivió 20 años más, hasta los 86. Sus últimos años se dedicó a hacer cartas natales, actividad que había aprendido de su madre, astróloga. Rosmarie lo sobrevivió unos 10 años. Muchos la recuerdan como una mujer correcta y atlética. Cuando vivía en el “Yaverán”, iba hasta el pueblo en bicicleta a dar clases de inglés y era una gran nadadora. Bruce aún la ve cruzando a nado el río Negro con un pañuelo en la cabeza, “armaba una suerte de turbante donde guardaba scons para disfrutarlos luego de nadar los 80 metros de ancho del río. La verdad es que era audaz. Creo que para mamá fue duro venir a vivir al “Yaverán”- agrega su hijo-, en su casa paterna vivía una vida muy distinta, rodeada de personal que la atendía todo el tiempo. Pero era una mujer inteligente y con iniciativa.

Supo adaptarse. Cuando vino a Viedma dejó sus caballerizas y compartió responsabilidades con mi padre en el campo. Hizo de todo, manejaba más de 20 peones, hacía quesos, manteca, cuidaba los cerdos y hacíamos como 600 kilos de salames para la venta. Años más tarde se separó un tiempo de papá y se dedicó exclusivamente a dar clases de inglés”.
Bruce vivió y trabajó en aquel establecimiento hasta un poco antes de salir de la Marina, a los 22 años. Pero hacía un tiempo que ensayaba un camino hacia su independencia. Cerca de los 17 años conoció a otro comunista, don Antonio Pelle, quien fue como un segundo padre para él. Un hijo de genoveses y carpintero de rivera (carpintero de barcos) quien le enseñó el oficio. Bruce trabajó un año en Patagones y luego se fue a San Blas. Aquel chacarero se haría marino.
Pero todavía faltaba un tramo para que se dedicara de lleno a los barcos. Cuando llegó a San Blas, primero trabajó de tractorista y luego como encargado de la estancia “Las Olas” de los Brown, otra familia inglesa que vivía cerca del faro de aquel puerto. “Compraron un John Deere nuevo y yo lo sabía manejar. Araba, sembraba y dos veces fui para la cosecha. Aquello era una cabaña de ovejas y todos los años sembraban como 200 hectáreas.

Luego fui a trabajar con Peirano en la isla, frente a San Blas. Don Bruno Peirano hizo grande el lugar, era el mismo que tuvo muelle y barcos en San Antonio. Hay allí una estancia con varios molinos. Bruce la administró un año, la alquiló otros dos y trabajó como lanchero casi 40. Un sobrino de Bruno Peirano, Raúl, fue su patrón, pero la propiedad fue vendida y revendida varias veces y Bruce tomó su camino. Compró en Rawson la lancha ‘Tammer’, y sin un peso pero con la ayuda de carpinteros del lugar y con un motor Ford diesel usado fijó domicilio en San Blas.

Bruce es desde entonces un hombre de mar. Su parecido a Ernest Heminway lleva a comparaciones previsibles con aquel personaje de una de sus novelas memorables. Sobre todo por su viejo vínculo con la pesca comercial y turística Hoy es un guía de pesca deportiva, tiene una empresa que lleva a pescadores a alta mar para que disfruten de esta meca en lo que refiere a la actividad. Bruce vive a kilómetros del pueblo, en una casa incrustada en el arroyo El Jabalí. Tuvo cuatro hijos, tres varones y una mujer. Los varones trabajan con él en San Blas y su hija estudia inglés en La Plata. Cerca de los 60 años, hace un balance tupido de su vida. Lamenta lo que perdió, cree que si hubiese conservado el “Yaverán” hubiese sido otra su vida. Aunque no cree que aquello le hubiera apartado de su destino de hombre de mar, del que parece enorgullecerse: “Pasé varios temporales feos en el mar, pero aquí estoy, vivo, contando la historia”.

Susana Yappert
sy@patagonia.com.ar

Difundido el 8 de enero de 2005 y hace poco por un usuario viedmense de Facebook

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